La mexicana: una sociedad presidencialista. Autora: Ivonne Acuña Murillo

Un día sí y otro también se acusa al presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) de ser presidencialista. Se ha llegado al exceso de llamarle “dictador” y “autócrata”, pero “para bailar el tango se necesitan dos”. Esto es, para que el presidencialismo opere se requiere de la contraparte representada por la sociedad mexicana. Las muestras de su participación saltan a la vista, ya como pleitesía, peticiones, reclamos, ofensas incluso. De una manera u otra el primer mandatario se ha convertido en el objetivo preferido de quienes lo asumen como el hacedor directo de todo lo que pasa en el país, tanto de lo bueno como de lo malo.

Hace tiempo que el estudioso mexicano Daniel Cosío Villegas afirmó, en su libro El sistema político mexicano, publicado en 1979, que “aumenta mucho el poder del Presidente la creencia de que puede resolver cualquier problema con sólo querer o proponérselo, creencia general entre los mexicanos, de cualquier clase social que sean, si bien todavía más, como es natural, entre las clases bajas y en particular entre los indios campesinos” (pág. 30).

A cuatro décadas de afirmado esto, pareciera que las cosas no han cambiado, se sigue centrando en quien ocupa la silla presidencial la responsabilidad del avance de un país entero. Ciertamente, el mismo López Obrador ha contribuido a recrear esta exigencia toda vez que “su estilo personal de gobernar”, marcado por su temperamento, carácter, prejuicios, educación y experiencia, diría el mismo Cosío Villegas en otro libro de la misma época, El estilo personal de gobernar, apunta a la centralización del poder y de las decisiones trascendentes. Es este estilo el que hace parecer a la mayoría de las y los personajes que conforman el gabinete presidencial como menores de edad, especialmente, cuando en las Conferencias Mañaneras el primer mandatario se sitúa vigilante a su espalda durante sus intervenciones públicas.

Sin embargo, no se puede sostener que el presidencialismo de López Obrador sea igual al ejercido por sus predecesores más fuertes, desde Lázaro Cárdenas del Río hasta Carlos Salinas de Gortari y los gobernantes que se sucedieron entre ambos. El presidencialismo de los años dorados del Partido Revolucionario Institucional (PRI) se caracterizaba, de acuerdo con otro estudioso, Jorge Carpizo, por la predominancia del Poder Ejecutivo sobre los pesos y contrapesos del régimen político y sobre los mecanismos de decisión política, gracias a facultades constitucionales y metaconstitucionales que le otorgaron al presidente poderes que lo colocaban por encima de los demás órganos del Estado (El presidencialismo mexicano, 1978).

Todo se encontraba dispuesto para que quien llegara a la presidencia pudiera ejercer un poder casi absoluto, pues como afirmara Cosío Villegas, “[…] en México no funciona la opinión pública, ni los partidos políticos, ni el parlamento, ni los sindicatos, ni la prensa, ni la radio y la televisión, (por lo que) un presidente de la República puede obrar, y obra, tranquilamente de un modo muy personal y aun caprichoso” (El estilo personal…, pág. 9).

Evidentemente, la mayoría de las condiciones que posibilitaron el ejercicio de un poder presidencial prácticamente omnímodo ya no existen, por lo que se puede sostener la tesis de acuerdo con la cual el poder que ejerce López Obrador se encuentra acotado o, en su caso, es de diferente naturaleza al practicado por los mandatarios del periodo hegemónico priista.

Por principio, los otros dos poderes del Estado, el Legislativo y el Judicial, han salido de la órbita del presidente, logrando la independencia suficiente para actuar de acuerdo con sus atribuciones y limitando de alguna manera las intromisiones del primer mandatario. Por supuesto, López Obrador cuenta con personas aliadas en ambos poderes y con la posibilidad de, a través de ellas, conseguir el apoyo necesario para hacer pasar leyes y decisiones de carácter político-administrativo indispensables para su proyecto de gobierno. Pero ahora debe “negociar”, incluso con sus adversarios, ante la imposibilidad de imponer sus deseos, como ocurría en los mejores años del PRI.

De la misma forma, los partidos políticos hoy, especialmente aquellos que se dicen de oposición, no se encuentran a la sombra del presidente esperando sus indicaciones a cambio de dádivas. A pesar de su debilidad y conflictos internos, institutos políticos como el Partido Acción Nacional (PAN), el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y el mismo PRI se han convertido en contrincantes reales del primer mandatario, dispuestos a impedir, a toda costa, que lleve a cabo el cambio de régimen que se ha propuesto.

Y qué decir de la opinión pública y los principales grupos dueños de medios de comunicación, prensa, radio y televisión, muchos de los cuales han emprendido una feroz campaña en contra de López Obrador. A estos se suman las “benditas redes sociales”, que en gran medida se han convertido en el espacio desde el que operan influencers pro-AMLO, cuya voz sirve de contrapeso a la brutal embestida.

La opinión pública, por su parte, ha quedado claramente dividida en dos corrientes, una pro-AMLO y una anti-AMLO. Ya no se prohíbe, como en tiempos priistas, hablar mal del presidente. Tampoco se sufren fatales consecuencias por hacerlo. Es el caso de la reunión privada con compañeros de preparatoria del “Grupo Generativo Patria 62”, en la que el escritor e historiador Héctor Aguilar Camín llamara “pendejo y petulante” al primer mandatario, además de convocar acciones encaminadas a su derrocamiento.

Tampoco ha habido consecuencias para Aldo Aldrete, presunto científico del Consejo de Ciencia y Tecnología (Conacyt), quien en días recientes tuvo el poco tino, a través de un tuit, de insultar no solo al presidente sino a su esposa la Dra. Beatriz Gutiérrez Müller, con adjetivos que no vale la pena replicar aquí.

Uno tras otro se suceden los casos que ejemplifican las amplias posibilidades que la libertad de expresión actual permite a políticos, intelectuales, líderes de opinión y a, literalmente, cualquier persona para plantarle cara al presidente y después gritar a los cuatro vientos que AMLO es un dictador que ha acabado con la democracia y la libertad de expresión.

Cabe acotar que el mismo presidente entiende a cabalidad lo útil que puede ser la opinión pública si se la piensa, en términos rousseaunianos, como un tribunal de cuya desaprobación hay que protegerse, cuando exhibe en las conferencias de cada mañana comportamientos como el de Aguilar Camín y Aldrete.

Como se puede observar, los escasos puntos mencionados permiten afirmar que el presidencialismo lopezobradorista no se corresponde con la visión clásica de este fenómeno, por lo que surge la duda en torno a qué vuelve operativo el presidencialismo acotado de AMLO.

Una posible respuesta se apuntó al inicio del texto en torno a la postura de la sociedad civil mexicana y de los mismos grupos políticos que siguen centrando en el presidente de la República sus esperanzas, críticas y ataques ante la incapacidad de generar sus propias acciones autogestivas. Se sigue esperando que “papá gobierno” lo resuelva todo, en la creencia poco efectiva de que puede hacerlo. Únicamente así se entiende que todo lo bueno y lo malo que ocurre en materia político-administrativa sea achacado a la supuesta competencia o incapacidad de López Obrador.

Sólo desde este presupuesto cobra sentido que AMLO pueda ejercer un gobierno de corte presidencialista de la nueva era. La condición de posibilidad de este nuevo tipo de presidencialismo es necesariamente la existencia de una sociedad (política y/ civil) cuyas creencias siguen ancladas en la omnipotencia del presidente. Ya se trate del “pueblo bueno” o de la parte de la ciudadanía que decidió apoyarlo y darle las herramientas necesarias (como el manejo del presupuesto, las mayorías legislativas y cierto control territorial a partir de las gubernaturas ganadas) para el ejercicio de un poder amplio, aunque limitado; o ya se trate de la parte de la sociedad y de los grupos políticos que se oponen a su proyecto de gobierno más que a su estilo personal de gobernar.

El argumento central es entonces que la mexicana es una sociedad presidencialista que no cree en la autonomía de los Poderes Legislativo y Judicial ni de los así llamados órganos autónomos como la Fiscalía General de la República, de tal suerte que cuando el fiscal Alejandro Gertz Manero se decide a tomar acciones en torno a un supuesto caso de corrupción al interior de Conacyt, en automático se piensa que lo hace siguiendo “instrucciones precisas” del presidente de la República. La consecuencia directa de esta son los insultos que un miembro de esta institución lanzó en contra de AMLO y Beatriz, su esposa, como ya se dijo.

Ejemplos como este se multiplican de manera cotidiana. Igualmente, aquellos en los que grupos e integrantes de la sociedad civil, la ciudadanía o el pueblo apelan a la voluntad presidencial como si con esto bastara para resolver sus acuciantes problemas.

Un caso singular que refuerza esta idea es el de la casa de campaña, en la colonia Roma, que ocupó López Obrador en 2018, mejor conocida como “La casa de los milagros”. A ella acudían todas las mañanas personas con las más diversas peticiones: una beca escolar; una petición para que AMLO intercediera por una estudiante de servicio social que iba a quedarse sin empleo al terminar este; para que se agilizará la entrega de algún medicamento o se llevara a cabo una cirugía médica; para que aceptaran a un menor en alguna escuela; para resolver un problema de herencia familiar; para solicitar a AMLO tomar medidas en contra de la tauromaquia y en favor de la medicina natural; un padre soltero pidiendo trabajo para mantener a sus hijos; un imitador de Pedro Infante que se instaló con bocinas y mantas para exigir que se reconozca que el cantante no murió en el avionazo del año 1957, y todo tipo de demandas rebasando con mucho la capacidad de gestión de un presidente.

Paradójicamente, quienes critican un ejercicio excesivo del poder presidencial lo refuerzan con sus exigencias y críticas y al solicitar al presidente medidas que incrementarían su poder, como es el uso de la fuerza en contra del narco y la delincuencia organizada; mientras que otras personas y grupos lo hacen también al mantener viva la imagen de un presidente todopoderoso amante incondicional del pueblo y sus mejores causas.

Habrá que preguntarse si solo el presidente López Obrador es presidencialista o si lo es también la sociedad que centra en él, para bien y para mal, la responsabilidad de salvar a un país tan grande, diverso y complejo como México.

Ivonne Acuña Murillo.

Socióloga feminista, académica de la Universidad Iberoamericana. Analista política experta en sistema político mexicano y género. Autora de más de 250 artículos periodísticos y 25 académicos publicados en periódicos y revistas de circulación nacional. Ha contribuido al análisis del presente y el futuro de un país que se desgarra en múltiples medios escritos, radiofónicos y televisivos, tanto nacionales como internacionales.

Comenta

Deja un comentario