Gambito de dama y la violencia simbólica en contra de las mujeres. Autora: Ivonne Acuña Murillo

“Gambito de dama y la violencia simbólica en contra de las mujeres”

Por: Ivonne Acuña Murillo

Gambito de dama, la nueva miniserie de Netflix más vista en las últimas semanas retrata de manera fiel la vida de una mujer madura de clase media alta en la década de los sesentas y un nuevo tipo de mujer en construcción. Ambas vidas transcurren en el contexto de sociedades capitalistas en las que los papeles asignados socialmente a las mujeres se traducen en violencia simbólica.

La miniserie estadunidense, protagonizada por la actriz Anya Taylor-Joy y producida por Scott Frank y Allan Scott, está basada en la novela The Queen’s Gambit, publicada en 1983. El tema central de esta remite a una jovencita que va escalando posiciones en el competitivo mundo masculino del ajedrez, complejo juego de mesa.

Sin embargo, tramas colaterales, que van más allá del ajedrez, permiten observar una serie de violencias estructurales ejercidas en contra de las mujeres, niñas y adultas, que por sutiles no son consideradas como tales.

Estas violencias tenues, casi invisibles, adquieren relevancia hoy, 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia en contra de las Mujeres, en el que múltiples manifestaciones recorrerán las calles de México y el mundo para exigir que se tomen medidas con contra de las innumerables agresiones que sufren las mujeres, comenzando por la violencia extrema representada por el feminicidio.

Secuestros, desapariciones, violaciones, golpes, prostitución forzada, acoso sexual, son algunas de las formas en que se expresa el odio hacia las mujeres. “Violencias estructurales” se les llama, pues se repiten una y otra vez a lo largo del tiempo y por todo el planeta. Estructurales porque se ha construido todo un andamiaje cultural que las permite, justifica, reproduce. Estructurales porque no son casos aislados ni fortuitos. Estructurales porque la forma en que está organizada la sociedad posibilita que dichas violencias sean posibles.

Pero, no se piense que estas violencias estructurales son siempre visibles y susceptibles de ser consideradas como tales. Existen otras que no se ven, que al parecer no provienen de una fuente reconocible, que son reproducidas por quien las sufre sin saberlo y sin desearlo. “Violencias simbólicas” les llama el sociólogo francés Pierre Bourdieu, impuestas a las personas que en una relación desempeñan el papel de “dominadas” de manera suave se podría decir, a través de sistemas simbólicos como la religión, la ciencia, la educación, el lenguaje y de instituciones como la familia y el matrimonio, soportados en discursos y valores que impiden conceptualizar como violencia a la violencia simbólica.

De manera destacada, el papel de Alma Wheatley, desarrollado por la actriz Marielle Heller, representa de manera magistral un problema detectado por la teórica y activista feminista Betty Friedan y desarrollado en su libro La mística de la feminidad, texto considerado como central para la segunda ola del feminismo (1960-1990), publicado en Estados Unidos, lugar donde se desenvuelve principalmente Gambito de dama, en 1963.

“El malestar que no tiene nombre” le llamó Friedan. Este se originó en la intención, gubernamental y social, de volver a las mujeres a la vida de la familia y el hogar una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, periodo en el que ellas suplieron, en las fábricas y aquellas actividades económicas prioritarias, a los hombres que marcharon a la guerra. Una vez terminado el conflicto, los hombres que volvieron requerían de vuelta ocupar los espacios que tradicionalmente habían sido suyos, por lo que había que buscar una manera de regresar a las mujeres a sus roles tradicionales.

Comenzó entonces la reproducción de una “mística de la feminidad” basada en discursos y presupuestos tradicionales que recordaban a las mujeres cuál era su papel en la sociedad, en la familia y el hogar marital. Se reforzó una identidad femenina acorde con el modelo de familia, vista como unidad de consumo, que se requería para la reproducción del capitalismo como sistema económico.

Este proceso coincidió con el conocido Estado de bienestar, etapa del capitalismo dirigida a la reconstrucción de las economías destruidas durante el segundo gran conflicto bélico, y cuyo éxito relativo permitió elevar de manera importante el nivel de bienestar de grandes sectores de la población y el crecimiento sin precedentes de la clase media.

Es dentro de esta clase media en ascenso que aparece “el malestar que no tiene nombre”. Mujeres cuya vida transcurre entre la monotonía de las labores domésticas y los avances tecnológicos que todo lo facilitan y les permiten contar con tiempo para el ocio. Los coches, las aspiradoras, las lavadoras de trastes y ropa, las planchas eléctricas se suman a la posibilidad de pagar servicio doméstico para crear el caldo de cultivo perfecto que lleva a las mujeres a la depresión, a la sensación de vacío, a la pregunta fundamental: ¿esto es todo?

¿Qué hacer con el tiempo que sobra cuando la sociedad había determinado como necesaria la reclusión de las mujeres en la casa y su alejamiento de otro tipo de actividades sociales fuera del hogar?

Fácil, acudir al médico buscando una respuesta a un malestar sin nombre. La respuesta: “señora, si usted tiene marido, casa, coche, lavadora, aspiradora, servicio doméstico de qué se queja? Tómese estas pastillas y verá cómo se le pasa eso que siente y no sabe explicar.

Recetar pastillas a las mujeres amas de casa se convirtió en un fenómeno tan generalizado que puede usted sondear con su madre, abuela o tías y preguntarles si alguna vez un médico les prescribió antidepresivos como el famosísimo “diazepam” y si aún lo toman.

El “empastillamiento” de las mujeres ha sido estudiado por la doctora en psicología clínica y psicoanalista Mabel Burin, cuyo texto “El malestar de las mujeres. La tranquilidad recetada”, publicado en 1990, da cuenta fiel de este extendido fenómeno.

Ella misma documentó la respuesta dada por los médicos, hombres en su mayoría, cuando una persona de su mismo sexo presentaba los mismos problemas de ansiedad y estrés: “Nada de pastillas hombre, unas vacaciones y ‘una canita al aire’ y todo volverá a estar bien”.

El empastillamiento de las mujeres se ha hecho extensivo a niños y niñas como una manera de “normalizar” comportamientos considerados como inadecuados, como también se muestra en Gambito de dama en el papel de Beth Harmon, la protagonista. Por cierto, ¿alguien ha oído hablar del “Ritalin”?

El arqueólogo francés de las ideas, como le gustaba ser considerado, Michel Foucault, llamó a este fenómeno “Medicalización” y le incluyó como parte de las cuatro “tecnologías de poder” aplicadas sobre las personas para crear cuerpos dóciles, sanos y útiles para la reproducción del capitalismo. Esto es, gente que trabaje y produzca al ritmo y en la forma necesaria. Las otras tecnologías son: “Disciplinarización”, basada en la disciplina militar introducida en las escuelas, fábricas, cárceles; “Biopolítica”, diseñada para intervenir en los procesos biológicos del hombre y la mujer como especie para asegurar el crecimiento de la población mediante la atención a las tasas de natalidad y mortalidad; “Panoptismo”, mecanismo general de vigilancia de la sociedad moderna que comenzó a formarse a fines del siglo XVII en escuelas, hospitales, talleres y que constituye el principio general de una nueva “anatomía política”.

La “medicalización” referida por Foucault se basó en el discurso médico, aún vigente, a partir del cual se clasifican, diagnostican y medican comportamientos antes controlados vía el castigo, los golpes y el aislamiento. Lo anterior, brinda legitimidad al “empastillamiento” como una forma “menos dañina” de regular comportamientos indeseables en una sociedad que busca controlarlo todo.

Pero no fueron las pastillas la única vía que las mujeres de clase media y media alta encontraron para paliar de alguna manera la ansiedad provocada por la falta de un proyecto propio. El alcoholismo de closet y el tabaquismo abierto fueron otros fenómenos colaterales que acompañaron la insatisfacción no definida de las mujeres ante la reclusión forzada por métodos simbólicos, no violentos, no visibles, no estudiados.

Así como en Gambito de dama, en la película de 2002, Las horas (The Hours), protagonizada por Nicole Kidman, Meryl Streep y Julianne Moore, basada en la novela homónima de Michael Cunningham, basada a su vez en la novela Mrs. Dalloway escrita por Virginia Woolf en 1925, “el malestar que no tiene nombre” lleva a una de las protagonistas a abandonar su hogar y su familia después de un intento no consumado de suicidio.

La violencia simbólica ejercida sobre las mujeres de cierta clase social retratada en Gambito de dama y Las horas, como aquí se ha relatado, no presenta la brutalidad ni el nivel de dramatismo y letalidad que conllevan la violencia física y la violencia homicida, así como otros tipos de violencia como la económica, la psicológica, la estatal, la comunitaria. Sin embargo, tiene efectos devastadores sobre el bienestar emocional y físico de las mujeres que la sufren. No se ve, no deja marcas físicas, no se nombra, pero existe.

Las preguntas obligadas son: ¿Cuántos millones de mujeres en el mundo, de las que no salen a las calles, siguen viviendo el fenómeno de “el malestar que no tiene nombre”, violencia estructural sin duda? ¿En cuantos millones de casos este tipo de violencia se suma a las otras violencias ya referidas? ¿Cuántos millones de mujeres en el mundo viven hoy, 25 de noviembre de 2020, “empastilladas” o apegadas al alcohol y el cigarro ante la insatisfacción de una vida sin proyecto propio y con la anuencia de un sistema de salud construido sobre el sustrato de una cultura masculina-misógina que recluye a las mujeres en la casa y las obliga, invisible, suavemente a realizar las “labores propias de su sexo” y encontrar en una sustancia la felicidad que bien podría venir con la realización de sus capacidades potenciales?

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