En la vida de los países existen momentos significativos en los cuales la población realmente se vuelve protagónica, o dicho de otra manera, asume en sus propias manos las consecuencias de su participación. Hoy en México lo que los ciudadanos hagan será definitivo para poner un alto a quienes durante décadas vivieron (y se enriquecieron) a costillas de la miseria de la población. Lo que los mexicanos de a pie, esos millones que mal viven sólo de su trabajo (increíblemente explotados por los autollamados dadores de empleo) no lo hagan hoy por sí mismos, nadie lo hará por ellos. Para la población es el momento de actuar, ahora o quién sabe cuántas décadas más de opresión, la que vuelta costumbre se hace invisible e inevitable, sobre todo cuando los propios ladrones son quienes hacen las leyes que les permiten actuar con “legalizada” impunidad. Enderezar lo que durante muchos sexenios enchuecó el PRI (con la complicidad del PAN ) no es cosa de días, deberá transcurrir algún tiempo para que lo torcido pueda ser enderezado por las víctimas de tanta ilegalidad. La maraña de leyes y protecciones “legalizadas” no desaparecen por pura buena voluntad justiciera. Los maleantes aún gozan de la impunidad que durante decenios de años fueron construyendo, perder sus inimaginables ganancias resulta algo inadmisible para quienes se acostumbraron a medrar sin medida. Cuando lo “natural” es vivir de la explotación del prójimo, se vuelve costumbre difícil de arrancar. Tal adicción se instala hasta en el alma del oprimido (algunas víctimas sólo aspiran a ser como quienes los han aplastado durante generaciones). La depredación institucionalizada se convirtió en naturaleza y lo que “Dios dispone” no se modifica de un día para otro. Durante décadas el dinero robado a la población se volvió algo determinado por un destino que los ladrones lograron instituir como lo inevitable. “Solamente los pendejos no se corrompen en este país”, solían declamar a plena voz ladrones mayores y ladrones menores. Y hubo hasta ciudadanos que con las migajas que los grandes depredadores les dejaban caer se sentían inteligentes, afortunados y además priistas (o panistas).
A esos grados de envilecimiento colectivo llegaron los latrocinios que sistemáticamente y con su correspondiente dosis de cinismo, se fomentó desde las alturas políticas y burocráticas (que para eso existen), quienes se habituaron a utilizar a seres humanos y legislaciones para robar impunemente y aún eran capaces de aparecer sonrientes en todos los televisores del país confundieron su realidad con la de millones que no eran como ellos. Y, además, debía uno de ser cuidadoso pues no creer en sus “verdades” resultaba sacrílego y anti mexicano.
El mecanismo era impecable: la normatividad debería ser asumida por todos. Pero los depredadores, en su insaciable glotonería olvidaron que de quienes se burlaban eran seres humanos con ojos, corazón, sentimientos y memoria. Hoy es el tiempo del actuar ciudadano, y el de dar a conocer a los intocables que a los pueblos no los conforman sólo cadáveres. Que son millones de seres humanos que también se cansan de padecer los insultos que quienes gobiernan, suponían, la población debería agradecer por el sólo hecho de provenir de la “autoridad”. Que ahora se vayan a la mierda todos aquellos quienes supusieron que los mexicanos solamente servían para hacer caravanas y soportar las más increíbles mentiras. Si los grandes imperios de la humanidad han desaparecido ¿por qué tendrían que prevalecer los mexicanos más depredadores? Todo es cuestión de muchos días de indignación, y ahora sí: de patriótica impaciencia.