Reforma política: ¿los partidos al carajo? Autor: Francisco Félix

Crédito foto: Josue Díaz (NotiPress/Composición)

*Francisco Félix

ADVERTENCIA: El presente ensayo se enfoca en el tema del Congreso y los partidos por ser de particular interés de quien escribe. Un análisis completo de la iniciativa de reforma política presentada por el Presidente López Obrador requeriría más espacio. Hay propuestas bastante positivas como modificar la integración y prerrogativas del Consejo General del órgano electoral, así como reducir burocracias electorales ostentosas e inútiles y reestructurar los tiempos de los partidos en radio y televisión. Otros temas requieren más detalles para ser evaluados como la forma en que se pretende que un sólo un organismo electoral organice todos los comicios en el país o lo que respecta al voto electrónico.

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Pasada la jornada electoral del 6 de junio de 2021, el Presidente López Obrador dio a conocer que en el segundo trienio de su mandato impulsaría de manera prioritaria tres reformas constitucionales. Una de ellas, la político-electoral, con el fin de renovar al Instituto Nacional Electoral y eliminar a los legisladores plurinominales. El pasado 28 de abril finalmente se presentó la iniciativa de reforma político-electoral. En días recientes, la oposición ha tomado como una de sus banderas la supuesta defensa del INE, que más bien debería entenderse como la defensa de las cuotas partidistas en el órgano electoral, así como de privilegios y dispendios insultantes para una élite.

Pero este artículo no es sobre ese tema, sino sobre la reducción del número de legisladores federales, locales y regidores, así como la supresión del financiamiento público a partidos políticos en años no electorales, medidas que parecieran enviar el mensaje de: “los partidos al carajo”.

Lo primero que hay decir es que no se eliminan los plurinominales propiamente, sino que se propone un nuevo sistema en el que todos los legisladores serían electos mediante el sistema de representación proporcional. “Se trata –dice la iniciativa- del mecanismo de representación proporcional más plural que se haya propuesto en la historia del sistema político mexicano”. Sobre esto se volverá más adelante, primero un poco de historia.

En un México donde la opinión pública y el propio desempeño de funcionarios de todos los partidos ha contribuido al hastío ciudadano con respecto a la clase política y los partidos, pocas propuestas podrían ser tan populares y bien vistas como la de reducir el número de legisladores. Sin embargo, quien esto escribe está convencido de que, si bien la medida de eliminar legisladores podría ser tentadora en principio, producto de una profunda rabia colectiva bastante justificada, en un análisis más sereno y, sobre todo, con perspectiva histórica, es en realidad una decisión que se sustenta en nociones infundadas.

Un poco de historia.

El sistema electoral mexicano fue un sistema de mayoría simple o relativa en el que el ganador de una elección se quedaba con el cargo en disputa, en tanto los perdedores se iban a casa con las manos vacías, sin importar el nivel de votos alcanzado. Este principio rigió durante varias décadas para todos los cargos en disputa electoral.

El sistema de partido hegemónico instaurado en México tras la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), luego Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, más tarde, Partido Revolucionario Institucional (PRI), tuvo como uno de sus rasgos centrales el monopolio de la representación política, traducido en la victoria de dicho partido en casi la totalidad de los procesos electorales. Lo anterior, implicó el predominio absoluto del PRI en todos los espacios políticos.

En el caso específico de la Cámara de Diputados federal, sobre la que se concentra el presente texto, durante los tiempos en que sólo se utilizaba el sistema de mayoría simple, fueron excepcionales las derrotas del PRI.  La falta de una competencia política real provocó que el régimen promoviera una reforma política que creó un sistema electoral mixto, a partir de 1979, que dividió al país en 300 distritos electorales uninominales, en los que las elecciones se realizarían de la manera tradicional, donde el ganador se quedaría con el cargo. De manera adicional, se crearon 100 espacios de representación proporcional (que se elevaron a 200 en una reforma electoral en 1987), reservados para los partidos opositores (con el aumento a 200, el PRI también pudo contar con plurinominales) que, aunque no tuvieran ningún triunfo de mayoría, alcanzaran al menos cierto umbral de votación (hasta 1996, el 1.5%). De esta forma pudieron acceder a la Cámara de Diputados legisladores de fuerzas políticas que nunca habrían aspirado a ganar una elección de mayoría en algún distrito. 

La antipolítica entra en escena.

En los años recientes, tras el fracaso de la transición y la alternancia, sobre las cuales se habían puesto demasiadas expectativas, mismas que fueron traicionadas por personajes como Vicente Fox, fue creándose en cierto sector de la opinión pública una demanda peculiar: eliminar los plurinominales y reducir, así, el número de legisladores. Pareciera como si, de pronto, se hubiese encontrado el chivo expiatorio perfecto con el cual desquitarse por la frustración -indudablemente justificada- respecto al cambio político no logrado. Conforme aumentaron las decepciones, esa frustración fue dotándose de un contenido antipolítico cada vez más importante.

La antipolítica implica una animadversión hacia la clase política en su conjunto, en la que subyace uno de los triunfos culturales del neoliberalismo: la visión de lo público como algo negativo (la idea no es mía, sino de mi estimado profesor Fernando Escalante, brillantemente retomada por mi camarada Rodrigo Arteaga en su tesis de licenciatura La anti política en México).

Uno de los mejores ejemplos de los personajes que han encarnado esta tendencia es el locutor Pedro Ferriz de Con, férreo adversario de la actual administración federal, quien desde hace varios años ha impulsado la idea de terminar con los plurinominales. En su momento, también hubo iniciativas del PRI para reducir el número de legisladores de representación proporcional. Ninguno de esos llamados o intentos tuvo éxito. Cabe señalar que, en buena medida, eso se debió a la oposición de la izquierda, histórica defensora de los derechos de las minorías políticas y conocedora de la historia y de lo que había representado el ganar dichos espacios en el Congreso.

Y así llegamos hasta junio de 2021, donde el tema fue resucitado, ni más ni menos que por López Obrador, el primer presidente de izquierda (centro-izquierda, para algunos) que tiene el país en décadas. Su llamado inicial de eliminar a los plurinominales se matizó con la propuesta finalmente presentada que, más que eliminar la figura, adopta un sistema único de elección por representación proporcional y busca eliminar 200 diputaciones. La propuesta ha concitado, nuevamente, la aprobación de los representantes de las posturas antipolíticas, así como de un buen número de gente progresista y de izquierda que, tristemente, no ha reparado en sus implicaciones.

Tan sólo para hacer un poco de memoria, a continuación, una breve lista de algunos de los personajes de la izquierda que lograron llegar a una curul en San Lázaro por la vía de la representación proporcional: Valentín Campa, Gerardo Unzueta, Arnoldo Martínez Verdugo, Arnaldo Córdova (nada que ver con su hijo, Lorenzo), Rolando Cordera, Antonio Gershenson, Samuel Meléndrez, Eraclio Zepeda, Ramón Danzós Palomino, Manuel Terrazas, Arturo Whaley, Demetrio Vallejo, Heberto Castillo, Eduardo Valle, Alejandro Gascón Mercado y Rosario Ibarra de Piedra.

Alguien, dirá, que esos fueron “otros tiempos”, que ya pasó la época de los dirigentes históricos de la izquierda y que quienes han ocupado un cargo plurinominal recientemente no han representado al pueblo. Les tengo noticias: no es así. Un solo ejemplo. En la LXI Legislatura (2009-2012), cuando el PRD ya era controlado por “Los Chuchos”, luego de la imposición de Jesús Ortega como dirigente nacional de dicho partido, el movimiento encabezado por López Obrador colocó a varias piezas clave en las listas plurinominales del PT y en unos cuantos distritos federales de Iztapalapa. Desde ahí, se logró conformar una bancada pequeña, pero combativa como pocas, que dio la pelea contra las reformas y medidas impulsadas por el calderonismo. Algunos de los miembros de esa bancada histórica, que alcanzaron el cargo por la vía plurinominal fueron: Laura Itzel Castillo, Ifigenia Martínez, Porfirio Muñoz-Ledo (cuando aún estaba lúcido), Enrique Ibarra, Teresa Guadalupe Reyes y Pedro Vázquez. Durante esa Legislatura, esos legisladores supieron estar a la altura de las demandas populares y desempeñaron su cargo con dignidad y decoro. Nada de eso hubiera sido posible si no hubieran existido las 200 diputaciones de representación proporcional adicionales a las 300 de mayoría.

Una vez contextualizado el tema, a continuación, una breve refutación de los principales argumentos que suelen esgrimirse en contra de los diputados plurinominales y/o a favor de la reducción del número de curules.

1. “Son muchos”.

¿En base a qué se determina si hay “muchos” o “pocos” legisladores? Es, sin duda, una cuestión relativa. En principio, diríamos que tiene que ver con la población del país.  A ese respecto, bien valdría la pena un ejercicio que permitiera saber ¿qué tantos diputados federales hay en México en términos comparativos con otras naciones? Para ello, la exposición de motivos de la iniciativa presidencial argumenta: “en comparación con la relación media población/representante en el mundo, México tiene una alta proporción de representantes populares. Mientras que en nuestro país se elige una diputación por cada 252,000 habitantes, en India se vota por una por cada 2 millones 524,275 habitantes, y en Estados Unidos, una por cada 765,287”.

Datos interesantes… pero incompletos y tendenciosos. Quien escribe realizó un ejercicio sencillo de selección de algunos de los países con más población del mundo, así como de otros que suelen ser considerados democracias occidentales “consolidadas”, junto con países latinoamericanos que podrían considerarse más cercanos al contexto político mexicano. Los resultados muestran un panorama más completo:

PAÍSPOBLACIÓNLEGISLADORESD
India1,300,000,0005522,355,072
Estados Unidos335,000,000435770,114
China1,400,000,0002,980469,798
Brasil212,000,000513413,255
Rusia146,000,000450324,444
Colombia51,000,000172296,512
México127,000,000500254,000
Perú33,000,000130253,846
Argentina45,000,000257175,097
Australia26,000,000151172,185
España47,000,000350134,286
Chile20,000,000155129,032
Alemania83,000,000709117,066
Francia65,000,000577112,652
Canadá38,000,000338112,426
Reino Unido67,000,000650103,077
Venezuela28,000,000277101,083
Italia59,000,00063093,651
Bolivia12,000,00013092,308
Cuba11,000,00060518,182

D = Población total / Miembros del Parlamento = Número de habitantes que representa cada legislador.

México ocupa la séptima posición de 20 países en sentido descendente, respecto al valor de “D”. Es decir, tendría, en términos relativos, “menos” legisladores que otros 13 países. En esta lista, el país con “menos” representantes, en términos proporcionales, sería la India y la nación con “más” diputados, Cuba.

2. “No trabajan”.

Este juicio es absolutamente subjetivo y, suponiendo que fuese cierto, no es un argumento que permita defender, por sí solo, la reducción del número de diputados. Si los diputados de representación proporcional, como se suele decir, “no trabajan”, tampoco lo hacen los de mayoría, entonces habría que eliminarlos a todos y quedarnos sin Congreso, lo cual es absurdo. Habrá quien diga que, con la implementación de la reelección legislativa se creó un incentivo positivo para que los diputados de mayoría realicen un buen trabajo con el fin de buscar que los votantes de su distrito refrenden la confianza en ellos. Esto, en principio, podría ser parcialmente cierto. Sin embargo, no olvidemos que la postulación de candidatos depende, a fin de cuentas, del partido, y que muchas veces la reelección obedece a la construcción de clientelas y cacicazgos en ciertos territorios. En todo caso, si fuera cierto eso de que los diputados plurinominales “no trabajan”, la solución de fondo no sería su eliminación, sino obligarlos a trabajar. ¿Cómo? Ese es todo un tema que trasciende los alcances de este texto. Es un asunto muy complejo para pretender solucionarlo simplemente quitando diputados. Habría que ir a la raíz.

La iniciativa presidencial propone reducir de 500 a 300 el número de curules. ¿Eso en automático hará que sí trabajen? Claro que no. ¿Por qué si son 500 no trabajan y si son 300 sí? Dirían que es porque “sobran” los 200 de representación proporcional, pero con la propuesta todos serían de representación proporcional. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Por qué unos sí trabajan y otros no? En cualquier caso, insisto, la solución no es la reducción del número de curules. Ya se demostró que no son “muchos”, ni “pocos”, todo depende de con qué otro país se compare a México.

3. “Nadie vota por ellos”.

Mentira. Aquí bien vale la pena una pequeña explicación sobre los efectos políticos de los sistemas electorales. En un sistema de mayoría simple, generalmente sólo dos opciones políticas tienden a tener posibilidad de triunfo, por lo que todos los votos recibidos por el resto de las fuerzas políticas, se van prácticamente a la basura. Eso fue lo que ocurrió durante décadas en México. La izquierda ganó distritos de mayoría por primera vez hasta 1994, cuando el PRD triunfó en 7 de los 300 distritos. (Si somos generosos, podríamos conceder que los primeros triunfos de la izquierda se dieron en 1988 con los 5 diputados de mayoría que logró el PARM como partido integrante del Frente Democrático Nacional). Sin embargo, la izquierda tuvo diputados desde 1979, gracias a la representación proporcional.

En el caso de la eliminación de los diputados de representación proporcional, los sectores sociales que votan por un partido minoritario o mediano, sin posibilidad de ganar una elección de mayoría, verían reducida su representación a cero. Habrá quien diga que “los partidos no representan a nadie” y que eso está bien, pero, si se toma esa aseveración como real, el problema de fondo no serían los plurinominales, sino los partidos políticos y su crisis de representación, tantas veces debatida. Ahí, nuevamente, aparece el problema de fondo de cómo tener partidos políticos cercanos al pueblo y que realmente ejerzan su función constitucional de representar y constituir la voluntad popular. Se trata de una cuestión mucho más compleja que la simple eliminación de los plurinominales.

Entonces aparece esta propuesta de reforma que convierte a todos los diputados, en automático, en plurinominales. De nueva cuenta, ¿en qué quedamos?, ¿no decían que, en el caso de los diputados de listas, “nadie vota por ellos? Se trata, como se ve, de una falacia. Si hay una virtud del nuevo mecanismo de votación que se propone es, precisamente, que lo vuelve completamente proporcional, de manera que el número de votos tendería a traducirse, más directamente, en el número de curules que alcanzaría cada partido político. El problema, pues, no es que haya listas, sino su proceso de conformación. Este punto se abordará más adelante.

4. “Son muy caros”, “se gasta mucho dinero”.

Este es quizá el argumento más endeble de todos y es, casualmente, el postulado central de la propuesta presidencial en aras de la austeridad. Para empezar, porque realmente el monto total del Presupuesto federal destinado al Poder Legislativo es mínimo y, en segundo lugar, porque lo que se lograría “ahorrar” con la eliminación de curules no sería significativo, comparado con los jugosos recursos que se pierden por la corrupción en todos los niveles (algo en lo que ya ha empezado a trabajar con ahínco esta administración federal). Esas sí son millonadas. Por supuesto que vende muy bien el discurso que exclama “con lo que gana un diputado podrían construirse X número de hospitales o de escuelas”. Sin duda es cierto. Pero entonces, siguiendo ese argumento, habría que eliminar a todos los diputados para ahorrar más, y, de paso, también a los jueces. A fin de cuentas, según la consigna popular, estos también son corruptos -inclusive más que los legisladores- y “tampoco hacen nada”.

Alguien diría que me estoy yendo al extremo, y que no se trata de quitar a todos los diputados, sino de reducir el número, como propone la iniciativa. Entonces yo diré que, nuevamente, si el problema es el dinero, mejor reduzcamos salarios, privilegios, asesores y gastos, como ya se ha venido haciendo desde el inicio de la Legislatura pasada. Que los diputados cuesten menos, sí, pero no a costa de reducir su número, pues ello reduce representatividad del Congreso como un todo y le da más poder a cada legislador.

Este tema tiene una variante demagógica recurrente que sostiene que no habría que pagar a los legisladores (es la misma que sostiene, de forma absurda, que los partidos no deberían recibir financiamiento público, lo que se abordará después). Cuidado aquí. Vale la pena hacer un poco de historia y revisar el origen de la “dieta” (salario) de los legisladores. Se creó en Europa a fines del siglo XIX, por impulso de los partidos de izquierda, que llevaron a los primeros obreros al Parlamento, con el fin de que personajes ajenos a las élites burguesas pudieran acceder a dicho espacio de representación popular. Es decir, si no recibieran sueldo los diputados, ¿quién podría dedicarse de tiempo completo a esa labor? Solamente personas para quienes el aspecto económico no resultase un problema, esto es, personas pertenecientes a la élite. Alguien dirá que esto ya ocurre, pero, nuevamente, es más fácil decirlo que probarlo. No todos los diputados pertenecen a la élite. Hay, pese a todo, indígenas, campesinos, obreros, gente de profesiones modestas que no podría hacerse cargo de sus tareas legislativas si no contara con un sueldo. Por supuesto que lo anterior no justifica los sueldos millonarios y abusivos de muchos legisladores, los cuales, sin duda, deben reducirse.

5. “No hacen campaña; son posiciones seguras para los líderes de los partidos”.

Esta es la única objeción cierta que se utiliza contra los llamados “pluris” y que, con la nueva propuesta, tendería a representar un riesgo. Sin duda se requieren propuestas de cambio en los mecanismos de conformación de las listas de diputados. Si ya hay problemas ahora que sólo una proporción de ellos se elige de esta forma, las dificultades se incrementarían si se aprueba la figura de listas estatales que propone la reforma.

Vale la pena aclarar que nadie ha sostenido aquí que lo ideal sea mantener el sistema político mexicano como está. Se requieren muchos cambios, sin duda. No sólo en materia de partidos políticos para convertirlos en organizaciones verdaderamente democráticas y representativas, sino también en los órganos de representación, como el Congreso. ¿Qué se propone? Entre otras cosas, sostengo que es necesario eliminar el sistema de listas plurinominales tal y como lo conocemos, pero, -y aquí está la clave- manteniendo la figura de la representación proporcional.

Llegados a este punto es necesario advertir que no es lo mismo la representación proporcional que la lista de diputados plurinominales. Es posible preservar la primera, como mecanismo correctivo de las distorsiones que genera un sistema de mayoría simple, que por naturaleza tiende a marginar y subrepresentar a las minorías, sin que ello implique mantener el sistema actual de listas. ¿Qué alternativas existen? Más allá de que las soluciones definitivas deben surgir de la discusión pública, quien esto escribe plantea dos posibles salidas, como punto de partida.

La primera, un sistema de representación proporcional con listas abiertas, en las que aparezcan una serie de nombres, sin un orden específico y sean los ciudadanos, con su voto, los que elijan el orden o voten por sólo una, dos o tres opciones, y, con ello, determinen quién es diputado. Esto impediría que ciertos personajes de las cúpulas partidistas, totalmente alejados de la sociedad, “amarren” de antemano una curul, y permitiría que la ciudadanía participara de manera más activa en la selección de sus representantes, tanto de mayoría como de representación proporcional. Una posible limitante de este método sería la designación partidista de todos los nombres entre los cuales habría de elegir la población. Si para ser incluido en las listas se requiere la aprobación del partido, la cuestión no se soluciona del todo. Pero ojo: esta argumentación sólo tiene sentido si se ve a los partidos políticos como lo que son y no como lo que deberían -y podrían- ser: espacios democráticos de representación política. Aquí sería necesaria una profunda reforma a los partidos, -difícil, pero no imposible-, que permita acabar, de una vez por todas, con esa dicotomía discursiva entre partidos y ciudadanos.

A reserva de especificarse con mayor detalle en una eventual legislación secundaria, la propuesta de listas estatales por partido, tal cual está planteada en la iniciativa de reforma, fomentaría la multiplicación de la antidemocracia y los arreglos cupulares en los partidos, que son los que definirían la conformación de los integrantes y el orden de las listas. En pocas palabras: se quejan de los “pluris” porque “no los elige la gente sino las cúpulas” y como solución proponen la aplicación total del mismo sistema. ¡Cómo se nota que muchos ni han leído la iniciativa!

Una segunda alternativa posible sería la de representación proporcional con el mecanismo de repechaje, sin listas. Este mecanismo ya existe, aunque de manera complementaria a las listas, en estados como Jalisco. Funciona de manera similar a la “primera minoría” del Senado. Consiste en que los espacios de representación proporcional se asignan a los perdedores que hayan obtenido un mejor resultado en las campañas de mayoría, dentro de cada partido. De esta forma, se garantizaría que todos los diputados hayan hecho campaña y se evitaría que los líderes partidistas “amarraran” cómodamente su curul de antemano. Además, esto provocaría una sana competencia interna dentro del partido y dotaría de un sustento popular a todos los diputados. Es frecuente que los “mejores perdedores” tengan altos niveles de votación y sean superados por sus rivales en la elección de mayoría por escaso margen, por lo que, con este sistema, todo el apoyo popular recibido se traduciría en un cargo, pero no para alguien que no hizo campaña y fue designado previamente como parte de una lista.

Estos son tan sólo dos ejemplos de posibles alternativas que se podrían adoptar para mejorar el sistema electoral mexicano y volverlo más representativo. A ellos podrían agregarse otras medidas aquí planteadas como la reducción de beneficios, salarios, asesores y demás, nuevamente, sin llegar a los excesos demagógicos de eliminar por completo el salario de los diputados o el financiamiento público a los partidos.

Así pues, más que irse con la finta de apoyar la totalidad de la propuesta presidencial, es necesario tener conciencia histórica y entender las implicaciones de una medida que concita el aplauso fácil, pero que no representa una solución de fondo al problema de representatividad de los partidos y los legisladores. Este es un llamado, pues, a pensar y discutir las propuestas, así como a discutir y proponer soluciones de fondo que realmente conviertan a los partidos en institutos democráticos para que dejen de ser vistos como el enemigo a vencer o el obstáculo a superar.

Pero, ¿qué hay del Senado?

La defensa de la integración actual de la Cámara de Diputados, que motiva este texto, no aplica para el caso de la de Senadores. Ahí sí es positivo eliminar 32 escaños, como propone la iniciativa. Veamos por qué. El modelo constitucional del Senado mexicano fue, para bien o para mal, copiado del de Estados Unidos, donde dicha Cámara representa el pacto federal, la unión entre las entidades federativas, en las que todas tienen el mismo “valor” y, por ende, poseen el mismo peso en la representación, sin importar su población. Mientras la Cámara de Representantes se basa en un principio de representación popular que deriva en que, a mayor población, mayor número de distritos y, por lo tanto, más legisladores, en el Senado esto no aplica porque lo que está de fondo es el pacto federal. Por eso cada estado tiene dos senadores.

Bajo ese mismo principio se instituyó el Senado mexicano en la Constitución de 1917. Durante décadas, cada entidad federativa tuvo la misma representación en dicha Cámara. Una primera reforma, en 1987, buscaba la integración de partidos distintos al PRI e introdujo la figura de “primera minoría”, que asignaba un escaño al partido que quedaba en segundo lugar en cada estado. Sin duda esto fue positivo. El problema vino con la introducción del principio de representación proporcional, tras la reforma política de 1996. Aquí se pervirtió el principio del pacto federal.

¿Cómo funciona la representación proporcional en el Senado? Cada partido propone una lista de 32 personajes y, de acuerdo con la votación obtenida, se hace acreedor a cierto número de posiciones. ¿Cuál es el problema? Que, si bien el número de integrantes de estas listas (32) coincide con el de entidades federativas, ello no implica que haya igualdad de representación de cada una. De hecho, aquí se rompe toda equidad entre entidades. Los partidos proponen a quienes quieren, que normalmente son líderes connotados que viven en la capital del país, con lo que, el pacto federal que, como se dijo, es el principio constitutivo del Senado, queda sepultado por completo, con una sobrerrepresentación de la capital, como ha sido la costumbre en diversas áreas de la vida política nacional, lamentablemente demasiado centralista.

Por lo anterior, en el caso del Senado es evidente que el principio de representación proporcional tiene una implicación distinta que el que tiene en San Lázaro. Aquí sí acierta el espíritu de la propuesta presidencial: respetar los escaños de primera minoría, que son 32, y que, al tiempo que permiten la pluralidad y representatividad política, preservan el principio del pacto federal, con 3 escaños por entidad federativa, dando como resultado una composición total de 96 senadores, como la que existía hasta 1996. Los 32 senadores de lista plurinominal deben desaparecer.

El centralismo acaba con la política municipal.

En el mismo afán de lograr la austeridad, la reforma busca reducir el número de regidores que conforman los cabildos en los municipios. Aquí, cabe recordar que los partidos de oposición tuvieron representación en los cabildos a partir de la reforma al artículo 115 constitucional durante el sexenio de Miguel de la Madrid. Con el tiempo, sucesivas reformas electorales fueron ampliando los espacios de regidurías lo que, acompañado de asesores, lujos y gastos superfluos, en muchos casos, ha implicado el desembolso de montos insultantes para la ciudadanía. Sin embargo, nuevamente, aquí la solución no es “desaparecer los regidores”, sino reducir sus sueldos, eliminar sus canonjías. En casos excesivos, reducir también su número.

La propuesta presidencial busca lo anterior, pero parcialmente. Me detengo solamente en un apartado. Dice textualmente: “se propone reformar el artículo 115 para definir como estructura base de los ayuntamientos: una presidencia municipal, una sindicatura y un número variable de regidurías conforme a la población del municipio”. Hasta ahí, todo más o menos bien, pero a continuación se establece: “1. Corresponderá una regiduría a los municipios cuya población sea menor a 60,000 habitantes; 2. Corresponderán hasta tres regidurías a los municipios cuya población sea superior a 60,000 y menor a 370,000 habitantes …”. ¿De verdad? ¿Un alcalde, un síndico y un regidor para cada municipio que cuente con menos de 60,000 habitantes? No se necesita ser un experto en demografía para saber que la mayoría de los municipios del país no rebasan esa población. ¿En verdad se plantea que sus cabildos estén conformados por solamente tres personas? Sólo desde una visión profundamente centralista, desconocedora de la realidad municipal a lo largo y ancho de la República podría hacerse una propuesta como esta. Dudo mucho que el Presidente la haya propuesto. Menos centralismo y más conciencia nacional hace falta en quienes laboran como asesores en la administración pública federal. Esta propuesta no se sostiene; sería un grave atentado contra la política municipal.

¿Y el financiamiento público?

El financiamiento público a los partidos políticos fue una conquista lograda a través de años de lucha opositora con el fin de generar condiciones de mayor equidad frente al omnipotente partido de Estado. Desafortunadamente, su monto se ha incrementado a niveles exorbitantes hasta alcanzar, de acuerdo con la exposición de motivos de la iniciativa, 11 mil mdp al año, sin contar las prerrogativas locales. Dicho documento sostiene que “el sostenimiento de su estructura burocrática durante tiempos no electorales nunca ha terminado de justificarse socialmente, dada la proliferación de élites partidistas ajenas al interés público y representatividad ciudadana”.

Lo anterior suena muy bien y seguramente sería apoyado por 99 de cada 100 ciudadanos a los que se les preguntara en las calles. No cabe duda de que es una propuesta popular. Sin embargo, habría que preguntarse cuál es el objetivo de dicho financiamiento en tiempos no electorales. El artículo 41 de la Constitución define a los partidos políticos como “entidades de interés público” que velan por el fortalecimiento del régimen y la vida democráticos. Ciego sería quien esto escribe al negar que los partidos políticos, en la inmensa mayoría de los casos, están lejísimos de cumplir con su misión constitucional y que se han convertido en aparatos burocráticos desacreditados, al servicio de élites y lejanos a la ciudadanía, como bien reconoce y sustenta la iniciativa presidencial.

Sin embargo, aquí vale el mismo razonamiento que el aplicado para el caso de los legisladores o jueces: “como la gran mayoría de ellos no funciona correctamente, entonces desaparezcámoslos”. ¡Por supuesto que no! Es cierto que se entregan bolsas millonarias a los partidos, cuyos montos resultan insultantes y deben reducirse sustancialmente, pero de ninguna manera eliminarse. Los partidos deben recibir recursos públicos auditables para cumplir con su función. Si no lo hacen, la solución no es quitarles el dinero, sino hacerlos que cumplan. En otras palabras: si los partidos no funcionan como deben, la solución no es desaparecerlos, como a muchísimos les gustaría, sino obligarlos a funcionar. Nuevamente, eso implica atender los problemas desde la raíz, algo mucho más complejo que ganar el aplauso fácil.

La iniciativa propone que los partidos sean “autosustentables” y se financien con las aportaciones de simpatizantes y militantes. Esta idea recupera el sentido de pertenencia de la militancia partidista y es positiva. Sin embargo, recuérdese que no es lo mismo el componente orgánico de un partido como el PAN a uno como MORENA, por lo que ahí se plantearía una desventaja estructural de inicio. Los poderes fácticos, que ya de por sí tienen enorme peso en la vida política de nuestro país, se fortalecerían aún más. Nos acercaríamos al estilo de “democracia” de Estados Unidos, donde el dinero se erige como factor fundamental de la competencia política, algo que ya ocurre en buena medida en nuestro país, pero que se ahondaría de aprobarse la iniciativa en sus términos.

Si los partidos no recibieran recursos en años no electorales, no estarían obligados a realizar ninguna actividad. Entonces, ¿qué?, ¿mejor que cierren sus oficinas y las reabran hasta el siguiente periodo electoral? Muchos dirán, nuevamente: “ya sucede eso”. Pero, otra vez, la lógica es errónea: “como ya está mal, entonces cortemos de tajo porque no tiene remedio”. Es como decir: “como ya hay homicidios pese a que hay leyes que lo prohíben, mejor legalicémoslos”.

Dirán entonces, ¿qué hacer? Insisto: los recursos de los partidos deben reducirse significativamente, sin duda, pero no eliminarse por completo. Deberían implementarse medidas para que los partidos den a conocer a su militancia, y al instituto electoral (INE o INEC), un reporte financiero detallado de sus gastos a nivel municipal, estatal y nacional. Algo que, como militante de MORENA, puedo constatar que no ocurre. Además de establecer la obligación de realizar eventos y actividades para la ciudadanía. Se dirá que ya hay algo de eso en la ley, pero debe estar mejor planteado, pues hoy no existen medidas de supervisión y sanción; no ocurre así, en buena medida.

Los sueldos sostienen un aparato burocrático y una élite, se dice. Aquí la cuestión se divide en dos puntos. En lo que tiene que ver con la burocracia, es un tema bastante complejo, en el hay más preguntas que respuestas, pero deben impulsarse, entre otras cosas, medidas como la vigilancia de la militancia, la rendición de cuentas efectiva y no de palabra, así como la rotación: que alguien en un puesto administrativo no pueda perpetuarse años en el cargo y que la militancia pueda conocer lo que hacen. Con respecto a las elites partidistas que controlan a los institutos políticos, debe impulsarse la democratización de la vida interna de los partidos, con algunas medidas como las antes propuestas para la postulación de candidatos (y no con listas cerradas por estados como pretende la reforma) y otras que deben surgir de los militantes. Eso impedirá que los partidos sean secuestrados por camarillas. Al final, sin embargo, sí debe existir una estructura mínima que se sostenga con sueldos financiados por el Estado. Lo otro sería pedir que el partido cerrara sus oficinas o que sólo pudieran ejercer esos cargos personas “voluntarias”, pagadas directamente por magnates o caciques que buscan controlar el partido, manejándolo como una “empresa” o “franquicia” a su servicio y colocando a sus leales en posiciones clave.

Para concluir, quizá el tema fundamental pendiente en la reforma es el de la democracia interna en los partidos políticos, que ciertamente se han convertido en camarillas al servicio de unos cuantos (incluyendo, tristemente, MORENA, mi partido) y que debieran promover la democratización de la vida pública nacional. Las propuestas están pendientes, pero, en todo caso, no es cortándoles financiamiento ni reforzando el poder de sus élites con la conformación de listas estatales de candidatos, como se atenderá la raíz del problema. La solución a los graves problemas de los que adolece el sistema político mexicano no pasa por mandar al carajo a los partidos políticos, sino por reformarlos y convertirlos en verdaderos instrumentos de representación política al servicio del pueblo. Frente al aplauso fácil, debe optarse por atender las problemáticas políticas de fondo. Ello contribuiría en buena medida a seguir impulsando una regeneración de la vida pública.

Francisco Félix
Francisco Félix

Soy de Guadalajara, milito en MORENA; estudié Política y Administración Pública en El Colegio de México.

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