¿Qué hace popular a AMLO? (4). Autor: Federico Anaya Gallardo

Foto: Xinhua

Esta es la fuente de toda la preocupación de Blancarte & Barranco en su libro AMLO y la religión, el Estado laico bajo amenaza (Grijalbo, 2019). La explicación más desarrollada en el libro es que el hartazgo general contra la corrupción llevó a una mayoría del electorado a votar por él. Ya vimos cómo Barranco señala cómo AMLO maniobró la narrativa religiosa como vehículo eficaz de identificación con la gente. Pero sólo maniobrar no habría logrado eso –especialmente porque parte del hartazgo provenía de la desilusión causada por el popular “candidato bronco” que fue Fox en 2000. La historia importa. Y el pueblo, que tan poco merece en la opinión de los académicos, sabe valorarla.

Barranco afirma que López Obrador posee una “larga trayectoria política, épica por momentos” (p. 123). Esa trayectoria era bien conocida gracias al corre-la-voz popular originado en los cuadros y bases partidistas que le conocían desde los días en que recorrió todos los ejidos de la Chontalpa en Tabasco, entre 1977 y 1982. La gente sabía que estaba frente a un político de a pie con cuatro décadas dando vuelta a la República. Sólo las tres campañas presidenciales le permitieron visitar al menos dos veces cada uno de los 2,457 municipios del país. Sólo estos datos nos permiten calibrar lo corto que se queda el científico social en su afirmación. Pero el understatement de Barranco esconde algo más que mesura. En la entrega de agosto de 2018 de Nexos (488), Ariel Rodríguez Kuri había reseñado la fijación de la izquierda electoral mexicana por pueblear, por recorrer el territorio de cabo a rabo, estrechando la mano de quienes las élites ni siquiera se imaginaban adónde o cómo sobrevivían. (“Territorio y perseverancia”, https://www.nexos.com.mx/?p=38752) La trayectoria épica no era sólo de AMLO, venía de Heberto Castillo y de Cuauhtémoc Cárdenas.

Barranco también dice que la trayectoria personal del candidato aprovechó “el humus de desaliento social” (p. 114) de modo que AMLO se conectó eficazmente con el imaginario popular agraviado. Esto provocó –sigue el científico social– una “devoción espontánea casi religiosa” (p. 123).

El retrato que Blancarte hace de López Obrador es menos claro a la hora de explicar su altísima popularidad. Le molesta la actitud de “predicador rural” del presidente cuando solicitó a productores de frijol no hacer trampa al vender sus cosechas (p. 26). Desde la torre de marfil de academia, Blancarte afirma que el mandatario “ignora o simplemente desestima que las actitudes y comportamientos de la población rural suelen ser más conservadores que en las ciudades”. Blancarte, por supuesto, conoce las estadísticas y se cuida de explicarnos que “nadie niega (que) comparada con países desarrollados, esta cifra (20% de población rural en México) es todavía alta y relevante en términos demográficos”. Pero insiste: “no puede ya constituir el faro moral y espiritual del conjunto de la población mexicana” (p. 24). De hecho, más que un argumento de ciencia social, estamos ante un juicio de valor cultural emitido desde la vieja contradicción campo/ciudad, entre “campesinistas” y “urbanitas”. Para Blancarte, el problema de la visión obradorista es que es una “concepción bucólico-romántica-conservadora” que presume, inocentemente, que “el pueblo es bueno” (p. 39). El problema que Blancarte no nos ayuda a dilucidar es: ¿por qué el electorado, mayoritariamente urbano, estuvo dispuesto a “comprar” esas ideas bucólicas?

Blancarte no es un caso aislado de urbanita crítico de las campañas campesinistas. En su ensayo de Nexos, Rodríguez Kuri nos recordaba que “en su última campaña presidencial, la de 2000, con más apertura en los medios, Cárdenas recibió críticas por no haber modernizado sus métodos para llamar al voto a su favor. Más recorridos y más mítines de lo recomendable, decían, que tocaban poblaciones de poca significación electoral”. La verdadera opinión pública, el más efectivo resultado electoral, estaba en otro lado –en la sociedad modernizada, urbana, electrónica.

La explicación que falta en Blancarte consta de dos elementos. La popularidad de AMLO (y de la izquierda) resulta primero, de una larga marcha por todo el país. El otro elemento es uno que los dos autores del libro (expertos en sociología) deberían haber contemplado, pero que al parecer decidieron ignorar. Pese a la urbanización de nuestra sociedad, su identidad sigue estando anclada en lo rural. Esto es algo bastante común: véanse los hobbits de Tolkien hacia 1950. Pero más allá de lo simbólico o cultural, el hecho es que una parte relevante de nuestra población es apenas segunda generación urbana y que nuestras abuelas y abuelos nacieron en zonas rurales o semirrurales. En esos lugares-de-origen, existe (o creemos que existe) un discurso ético de igualdad agraria que no es “bucólico” (aunque así se vea desde El Colegio de México). Se trata en realidad de un sentido común históricamente desarrollado que explica –entre otras cosas– la larguísima estabilidad política del Estado mexicano luego de 1940.

Mencioné a los hobbits porque su creador era un académico preocupado por construir para la sociedad inglesa de su tiempo una saga legendaria que le ayudase a sostenerse auténtica frente a una modernidad amenazante por desequilibrada e injusta. La Inglaterra de Tolkien era la sociedad más industrializada, urbanizada y culta de su tiempo –pero se había convertido literalmente en un matadero para sus habitantes. Había que reconstruir su sentido ético y para ello, el lingüista de Oxford y Merton construyó una versión bucólica de los británicos rurales. Pequeños y marginales, gente ignorada, los hobbits son capaces de realizar hazañas en las que fallan personas de mayor prestigio y poder. Ni más ni menos, pero por ello son los únicos capaces de salvar el mundo. Por supuesto, no todos los hobbits son así. La inmensa mayoría son campesinos parroquiales, cerrados de mente, conservadores e incapaces de entender la complejidad del mundo que les rodea. Pero los pocos que se aventuran a conocer el mundo más allá de su pequeña comarca llevan con ellos (a) una visión que por sencilla renueva la comprensión general del mundo, y (b) un compromiso personal con la verdad que obliga a seguir su ejemplo. Ahora bien, el genio de Tolkien es que no sólo construyó símbolos generales, sino que sus personajes exploran las consecuencias sociales e individuales de la saga (es decir, del proceso histórico de comprometerse en los cambios que ocurren en el mundo). Los pequeños hobbits que salen de su bucólico agujero a cambiar el mundo ya no pueden regresar a su hogar. Quien ha sido portador del anillo de poder no puede regresar a la utopía agraria de la que salió. Peor, su hogar ya no existe, porque la modernidad termina por absorberlo y regimentarlo. Andrés Manuel no regresará a Tepetipán, sino a La Chingada.

Lo pequeño, humilde, rural, campesino y pagano provoca desprecio entre los grandes, orgullosos, urbanos, industriales y cultos. Pero es el campo (o más bien, el recuerdo del campo) lo único que puede renovar a la ciudad. Así dichas las cosas, para aterrizarlas en hechos documentados, podríamos repasar aquí la amplísima literatura antropológica sobre ruralización de las ciudades y urbanización de lo rural. Las personas de carne y hueso requieren un marco simbólico y una estructura social que les permita hacer sentido de sí mismos no sólo en cuanto individuos, sino como miembros de un colectivo histórico. Por ejemplo, hoy día, en los pequeños jardines de las y los tzotziles de tercera generación urbana en Ciudad Las Casas se siguen sembrando maíces de todos los colores que permitirán a las viejas y los viejos de la comunidad seguir practicando los viejos rituales. Por ejemplo, muchos migrantes oaxaqueños en Estados Unidos continúan cumpliendo sus tequios a través de remesas y servicios diversos aun cuando nunca regresarán a sus comunidades de origen. No hay regreso posible al hogar abandonado, pero el subterfugio del símbolo cultural es una manera razonable de vivir las duras transiciones de la modernidad.

Ahora bien, notemos que estos fenómenos de construcción de identidades son hechos verificables de manera empírica por la ciencia antropológica, pero también material de leyenda en la literatura –y de creencia en lo religioso.

No nos extrañe, entonces, que en el obradorismo encontremos una mezcla bizarra de elementos modernos y antiguos, de política y religión. Pero no nos engañemos, el vector principal, dominante, es moderno y político.

agallardof@hotmail.com

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