Todos miden su éxito
por el fracaso de los demás.
Iván Illich.
“Amiga, qué guapa. Qué bien te ves con ese vestido que siempre te pones.” Con este comentario escuchado en la reunión de ex compañeros de la prepa, fui testigo de una cátedra de crítica sutil y envidia encubierta de amistad sincera. Me chuté en vivo la secuela de Mean Girls 25 años después. Pero la culpa es mía. ¿Qué diablos tenía yo que hacer ahí? Para aprender de ciertos temas basta con abrir Facebook o ir al refrigerador y leer la profundísima oración que cada mañana me recuerda toda la sabiduría del mundo contemporáneo, resumida en el imán que dice:“Diosito, si no puedes hacerme flaca, haz gordas a mis amigas.”
En otros términos, para ser verdaderamente felices, no basta con tener éxito uno mismo, los amigos deben fracasar, dice Gore Vidal, uno de los escritores más sarcásticos de la literatura. No seré yo quien diga que la envidia es mala, que envenena el alma y bloquea los chacras. Eso todos lo sabemos teóricamente y, si se nos olvida, internet está lleno de sitios de autoayuda. La verdad es que sí, así somos. Si apuntamos a la miseria humana, casi casi no hay chance de errar.
La envidia es algo que el alma lleva en silencio porque prácticamente implica una declaración pública de inferioridad. Un tabú propiamente dicho que, como tal, activa diversos mecanismos de defensa para contrarrestar la frustración que se produce. Algunos, en el mejor de los casos, imitan a quienes envidian; pero la mayoría opta por criticar, boicotear, demeritar o burlarse, dependiendo del grado de importancia que se le esté dando a quien despierta esa tristeza. Porque a fin de cuentas es lo que, propiamente hablando, define la envidia: un sentimiento de tristeza al ver que alguien más posee lo que uno desea para sí mismo. Dato curioso: Por ahí leí que una de cada tres personas se siente insatisfecha después de curiosear en los perfiles de las redes sociales de los demás.
Y es que la envidia, desde el punto de vista filosófico y literario, ¿acaso no es otra cosa que el desvío de sentimientos originados por la tristeza que se produce por no tener lo que queremos? Nadie quiere ser la madrastra de Blancanieves, ni siquiera frente al espejo.
Por eso, a la envidia no la encaramos, le sacamos la vuelta y actuamos de manera diversa porque nadie está listo para aceptar que la experimenta; ni Lope de Góngora, ni Shoppenhauer de Hegel, ni Homero Simpson de Ned Flanders.
Para algunos, como Voltaire, la envidia no es tan mala porque espabila la pereza y nos obliga a ser mejores y porque –dice–: “más vale despertar en los demás envidia, que lástima.” Algo habrá de cierto si aceptamos que, a veces, el éxito de alguien más nos obliga a confrontar la propia inseguridad y el fantasma de que, tal vez, no somos suficiente para nosotros mismos.
Pero no, la mayoría de las veces no ocurre lo que Voltaire dice. Más bien nos refugiamos en la mediocridad del consuelo de que no importa que yo esté mal, mientras haya alguien que esté peor. Me da gusto que le vaya mal al que me ganó, aunque eso repercuta –a la larga– en un mal para mí. Hay un término para designar eso: schadenfreude. Lo aborda Richard Smith en su libro The Joy of Pain.
Desear que la persona destacada falle es la cosa más común. Es algo que nos brinda la apariencia de que se reestableció el orden en el universo. Una especie de lo que dicen que es el karma, pero a mi imagen y semejanza. El fundamento es la falsa idea de que, si bajan los demás, yo subo un poco (emoción adaptativa, que le llaman). Ya va siendo hora de aceptar que ese joy in the other’s pain está ahí. Nos ahorraría muchos problemas. Pero no hay manera de demostrarlo, porque nadie está dispuesto a aceptar que se alegra con el mal de los demás, pero basta con leer un poco entre líneas –o entre memes– para percatarnos que está por todos lados. Dice Nietzsche que la envidia proviene de la percepción de igualdad, y quien rompe ese pacto social no escrito es quien despierta nuestra envidia.
Hesíodo nos recuerda que hasta el pobre envidia al pobre. Algo hay de cierto si reflexionamos en una cosa: solo se siente envidia de aquel que percibimos como igual a nosotros, no de que quien percibo como superior o diferente. Se siente envidia del que me ganó la elección, del que era mi compañero de banca y ahora es millonario, de la que me recuerda que no es primera dama de nada sino una mujer normal; o bien, de la que está nominada al Oscar, aunque no se vea como, en nuestra estupidez, suponemos que debe verse una estrella de cine.
Una pausa antes de seguir, para evitar confusión: nosotros, la prole, no somos una bola de resentidos sociales por envidia de los que sí tienen. La indignación por la injusticia social y el enriquecimiento ilícito en un país de tanta desigualdad, es otra cosa.
¿Algún día estaremos preparados para aceptar el papel que ocupa la envidia en nuestras vidas? No lo sé. Lo que sí sé es que la palabra proviene del verbo latino in-vídere, que originalmente significa ver al interior y que, en su uso, designa la acción de arrojar la mirada adentro: ver con malos ojos, pues. De ahí la creencia del mal de ojo, presente en tantas culturas.
Catulo, un poeta latino del siglo I utiliza el verbo invidere en ese sentido, en un poema dirigido a Clodia, su amante a quien –a su vez– odia y ama tormentosamente:
Dame mil besos, luego cien, luego otros mil, luego cien…
Luego, cuando hayamos juntado millares, revolveremos la cifra para no saberla,
o para que ningún envidioso pueda echarnos mal de ojo,
Cuando sepa que existen tantos besos.
Ahora que lo transcribo, debo aceptar que se veía más poético en latín. Pero la idea es la misma. La envidia que todo lo puede permear. Así es que, ya saben, a cargar su ojo de venado, una pulserita roja, un cuarzo rosa, un ojo turco. O bien, para ayudarse un poco, junten sus manitas y repitan conmigo esta oración: Virgencita plis, que les vaya bien a todos mis primos, amigos y compañeros… pero que me vaya un poquito mejor a mí.
@vasconceliana