(Puede leer la primera parte del capítulo I aquí)
Meses después, llegó al pueblo la señora Aurora, ella iba a visitar a su comadre, la mamá de Luciana, y en su casa se le recibió como si fuera día de fiesta. Ella era madrina de Pedro, la mamá de la señora Aurora había sido benefactora de la escuela del pueblo hasta su muerte, se jactaba de que -gracias a ella esos indios tenían educación- y todo por una pequeña aula que se construyó con su dinero, que por cierto ya no existía, pero que en su tiempo había servido para que la señora se sintiera tocada por la mano de Dios, y se hiciera en el pueblo de todos los ahijados que se le ponían en el camino, a los cuales cada año les regalaba una ropita -como buena madrina-; a la mamá de Luciana le tocó ser uno de esos ahijados. Al pasar el tiempo y por costumbre, cuando nació Pedro, la mamá de la señora Aurora le pidió a su hija que fuera madrina del niño, sin consultarle a nadie “para que vayas sintiendo lo que es una verdadera responsabilidad”, le había dicho. Y ahora la señora Aurora sentía que tenía la obligación de ir una vez por año a llevarle algo de ropa al ahijado para cumplir como buena madrina. Esa tarde, cuando se iba la señora Aurora, le dijo con natural benevolencia a la mamá de Luciana que -se llevaría a Luciana a la ciudad para enseñarle a ser mujer y que algún día pudiera tener un buen marido que viera por ella, y que cada semana le daría unos pesos para que le mandara a su familia-, la verdad es que la señora Aurora necesitaba un criada de confianza, porque a la última la despidió porque le robaba en cada compra, y que mejor que tener una sirvienta de aquel pueblo “que tanto le debía a su familia”, así que con una nueva y casi regalada sirvienta llegó a su casa en la ciudad, la flamante doña Aurora Pérezsalazar, que debía decir rápido y junto su apellido, para que sonara rimbombante y no reconocer que su madre había tenido el mal gusto de casarse con un Pérez.
El único entretenimiento que tenía Luciana en aquella casa, era poder ver desde la cocina entreabierta la novela de las 8 de la noche que pasaba de lunes a viernes en la televisión. Era tanta la emoción que le daba, que una ansiedad extraña le recorría el cuerpo, y se le incrementaba conforme se iba acercando la hora de verla, daba gracias a Dios por la sordera de la señora Aurora, ya que tenía que poner la televisión con el volumen tan alto, que podía escucharla perfectamente hasta donde ella se encontraba.
Cada noche viendo aquellos personajes en la telenovela, su mente imaginaba mil situaciones distintas en las que ella podría encontrar el amor de su vida, -si María Cristina había salido del fango del arrabal, para convertirse en la señora de Barbosa y Valle- ella por qué no podía algún día tener una criada que le limpiara los calzones y le sirviera el desayuno en la cama, porque ahora eso de ser maestra, era como un recuerdo de otra persona, tan nebuloso e impersonal que ya no recurría a su mente.
Una mañana mientras preparaba la comida, sonó el teléfono, y al contestar una voz de mujer se escuchó llorar al otro lado de la línea, -¡mamá, mamá!, me tienen secuestrada ¡por favor, haz lo que te pidan!, ¡ayúdame!- entendió apenas entre llanto, para después escuchar una voz grave de un hombre que le dijo: -Si no hace todo lo que le digamos mataremos a su hija, así que no cuelgue vieja desgraciada, que la tenemos bien vigilada…- soltó el auricular y corrió como si el diablo fuera tras de ella, hasta la recámara de la señora Aurora, -¡Señora, señora!, ¡que es un señor el que llama, que tiene a su hija, que la van a matar si no hacemos lo que nos pidan!- gritaba desesperada Luciana, doña Aurora se inclinó despacio y tomó la extensión que tenía en su buró, descolgó el teléfono y contestó: -Está bien mátenla, siempre fue una mala hija- y diciendo esto, colgó sin más, volteó hacia donde se encontraba Luciana y le ordenó: -Si vuelve a llamar esa gente solo cuelga, no escuches lo que digan, y ahora vuelve a la cocina que ya tengo hambre-. Luciana no podía creer lo que había escuchado, la señora había pedido que mataran a su hija, sin más ni más, y ahora increíblemente lo único que le preocupaba era que tenía hambre. Durante algún tiempo Luciana anduvo con miedo por la casa, y por las noches se encerraba con candado en su cuarto, a la señora Aurora la veía con miedo y coraje, no sabía si ir a la policía o salir corriendo de la casa de aquella bruja desalmada, hasta que varios días después, cuando la señora Aurora recibió la visita de una vieja amistad, supo lo que había pasado, la patrona se puso a conversar muy a gusto durante horas con aquella visita, en medio de la conversación la señora Aurora le platicó a su amiga de aquella extraña llamada, y fue cuando entendió que se trataba de unos estafadores que andaban llamando a todas las casas con el mismo cuento, que ya varios vecinos habían caído en la trampa y les habían depositado dinero en alguna cuenta, -pero no habían podido engañar a la buena y santa señora Aurora- pensó. Claro que con el pasar del tiempo también se enteró que la señora Aurora nunca había tenido hijos y que su esposo la aguantó un año, -antes de marcharse a una cruzada de caridad en algún país de nombre extraño donde había perdido la vida por salvar a unos niños-, decía la señora Aurora; la verdad es que su marido la había dejado por una mesera, con la que vivía feliz en compañía de sus hijos en la colonia de junto.
Al año de estar en la ciudad, Luciana se había convertido en toda una citadina, el viajar en el metro ya no le imponía ningún tipo de temor, ya había adquirido toda una suerte de artimañas para evitar a los desgraciados abusadores y por si fallaba, cargaba una buena aguja de zapatero, con la que atravesaba la mano de todo aquel que se atreviera a tocar alguna de sus partes sin su venia, además ya no era tan frecuente que viajara en metro, porque lo que necesitaba para la comida, lo compraba en el mercado de la colonia de junto, y le decía a su patrona que era de “El mercado donde ella y madre han comprado los suministros siempre” acción que además de permitirle quedarse con lo del pasaje, le daba un poco de tiempo para ella y hacerse de algunas amigas y amigos de la colonia.
Luis Manuel, el joven mecánico, para esas fechas ya conversaba a ratos con Luciana que ya no le huía como en un principio, ahora al contrario, ella siempre procuraba pasar por enfrente del taller para tener oportunidad de verle y platicar un rato de cualquier cosa. Luciana cada día se sentía más atraída por Luis Manuel, a veces, por la noches, se ponía largas horas a pensar si sería él, el hombre de su vida, si Luis Manuel era el hombre que el destino le tenía deparado para ser feliz. Y salía a la azotea de la casa a intentar ver alguna estrella con quién platicar, como lo hacía de pequeña en su pueblo, pero casi nunca encontraba ninguna, por lo que mejor optó por conversar con el poste de luz que se encontraba en la esquina de la calle, que al paso del tiempo se volvió su indispensable confesor de penas.
No pasó mucho tiempo antes de que Luis Manuel y Luciana comenzaran a verse a escondidas para cultivar su amor, él tenía 20 años y ella recién había cumplido los 18, nada podía ser más perfecto en la vida de Luciana.
La señora Aurora, cada día estaba más complacida con Luciana, que tenía la casa como espejo, sus comidas a sus horas, no le daba ningún disgusto, y hasta tenía el buen gusto de sacar la basura por la noche ya que ella se había retirado a su habitación para que ella -No pasara el disgusto de tener que ver u oler aquel desperdicio, regresando muy despacito para no espantarle el sueño a su patrona- le decía Luciana. Obviamente lo que sucedía era que Luciana aprovechaba las idas a la basura para ver a Luis Manuel, que a estas alturas ya era su novio. Cada noche los encuentros amorosos fueron tomando más fuerza, hasta el día que Luis Manuel buscó la forma de llevar a Luciana al taller sin que nadie lo supiera. A partir de ese día fueron muy frecuentes las idas al taller por las noches a quitarse mutuamente un poco del estrés del trabajo de todo el día.
Para Luciana el sexo no era todo lo que le habían dicho que tendría que ser, ni todo lo bueno o divertido que veía en la telenovelas que era, para ella era un acto opaco, doloroso y frustrante, pero como a Luis Manuel eso era lo que le gustaba pues ella lo complacía; él nunca le preguntó qué era lo que ella sentía, ni si le gustaba o si le dolía, pero qué importaba, al fin y al cabo él sería su marido en algún momento y era su deber hacerlo feliz. Ella comenzó a buscar la forma de llevarle el lonche al taller, no quería que pasara ninguna penuria, y sabía que era deber de toda mujer hacer que su hombre permaneciera junto a ella, eso es lo que le decían en la iglesia, lo que decía su madre, sus amigas y hasta en las telenovelas, así que debía ser verdad.
Luis Manuel, cada vez más seguro de la idolatría de Luciana comenzó a tratarle mal, a exigirle mejor comida, que le planchara sus camisas y a pedirle que le buscara sólo a ciertas horas y por momentos cada vez más cortos, a ella nada le parecía extraño, pero era incapaz de reprocharle nada, no podía. Luis Manuel se había convertido en su dueño.
La efímera felicidad de Luciana se comenzó a venir abajo, su madre le llamaba con frecuencia cada vez más molesta exigiéndole el dinero que tenía que mandarle cada semana y que por tener que atender a su hombre como debía, Luciana dejó de enviarle a su familia -¿pero cómo iba a andar su hombre con aquella ropa gastada?- dijo el día que con lo poco que había ahorrado le fue a comprar ropa nueva a su galán, como coloquialmente se referían las amigas de Luciana a su hombre. Le preocupaba un poco que su madre hablara con la señora Aurora -pero como a la ciudad no viene mi mamá, y yo soy la que contesta siempre el teléfono, no hay forma de que me acuse- se decía Luciana.
Comenzó a sentir el rechazo de Luis Manuel, ahora era muy rara la vez que se veían por la noche en el taller y cuando lo hacían él siempre quería tomar vino antes de hacerlo, no fueron pocas las noches que pasó en llanto Luciana, aquella mezcla de sexo y vino la hacían sentir las peores cosas. Todo empeoraba, ahora la patrona no pasaba día en que no le recriminara algo, había dejado de ser la esclava perfecta: la ropa no estaba bien planchada, la comida le quedaba salada, los pisos nunca estaban limpios y molestaba mucho en las noches con su llanto.
Una noche que por necesidad extraordinaria tuvo que salir a comprar un foco, porque se había fundido el de la cocina, vio a lo lejos que Luis Manuel iba caminando con otra mujer tomándola de la cintura, al principio pensó que sus ojos estaban jugándole una broma pesada, pero al llegar a la esquina, gracias a la iluminación que emitía su amigo el poste de luz -con el que conversaba en la noches desde la azotea- se pudo percatar de que sí era él, y que iba acompañado nada menos que de Carmela, una de sus grandes amigas y estilista de la colonia, -Ahora entiendo por qué este desgraciado anda siempre muy bien peinadito- se dijo en voz alta, al tiempo que apresuraba el paso hacia donde se encontraban los felices infieles. Casi tuvo que correr para poder alcanzarlos antes de que se metieran al taller, al llegar a ellos tomó a Carmela de los rubios cabellos oxigenados y la tiró al suelo, al tiempo que la montaba cual mula, para propinarle una nutrida tanda de bofetadas, tan sonoras que los vecinos se acercaron a ver “por qué aplaudían”. Luis Manuel sonriendo, se limitó a observar aquel concierto de percusiones, interpretado en un extraordinario solo de tambor, cuya excelente sonoridad se debía a la piel de porcino con que el instrumento estaba recubierto. El concierto terminó cuando agotada, Luciana dejó de abofetear la cara de Carmela que de tan hinchada era difícil distinguir en donde había quedado la nariz, se levantó y se plantó enfrente de Luis Manuel al que le dijo: -si quieres a Carmela ahí está, ya te la dejé bien blandita, de ti ya me encargaré cuando me sienta más fuerte- y sin más se alejó ante la risa y el murmullo de los presentes.
No faltó la cristiana vecina comunicativa que le contó con lujo de detalles el incidente a la señora Aurora, que enfurecida le gritó a Luciana de todo y más, le dijo que ella no podía permitir que su servidumbre se viera envuelta en esos escándalos, que qué iban a pensar lo vecinos de ella, que su familia por más de cien años había estado en ese lugar y que nunca habían sido objeto de ningún escándalo, y que ahora ella, una sirvienta de pueblo, venía a manchar su inmaculada moral. Luciana no pudo contenerse más, era demasiado el rencor y el coraje que había acumulado en dos años al servicio de aquella bruja, y casi sin darse cuenta, su voz comenzó a sonar: -Vieja hipócrita, usted lo único que quiere es buscar indias para que le sirvan de esclavas y no pagarles más que una verdadera miseria, con razón la dejó su marido, y ya me platicaron el escándalo que se armó cuando se fue con la del restaurante, de cómo usted, fue a chillarle de rodillas que no la dejara, a mí por lo menos me queda mi dignidad, jamás le rogaré a ningún hombre y quédese con su infeliz empleo que ya buscaré yo cómo ganarme la vida- y diciendo esto se dio vuelta, dejando a aquella mujer que en segundos había envejecido un siglo.
Luciana se encontraba ahora con su maleta en la calle, y el orgullo bien puesto, pero no tenía la más remota idea de a dónde dirigirse, no podía regresar a su pueblo, ella ya no pertenecía a ese lugar, caminó durante un rato alrededor de un parque hasta que sin sentirlo cayó desmayada.
Cuando despertó se encontraba en un hospital, donde una amable enfermera se le acercó sonriente, y le dijo: -no te preocupes, estás en un hospital, aquí te vamos a cuidar bien- -¿y mi maleta?- preguntó Luciana -aquí no llegaste con ninguna maleta, te trajeron los de la policía, que te encontraron en el parque desmayada y sangrando- -¿y que tengo, porque estoy aquí?-, -desafortunadamente tuvimos que hacerte un legrado, cuando te trajeron estabas con mucho sangrado, el feto tuvo que ser extraído, pero eres joven, ya podrás tener más hijos- le dijo la enfermera de una forma tan amable que parecía que le estaba dando los buenos días. Luciana soltó en llanto, ahora su única pertenencia en la vida, era ella.
Fin del primer capítulo
Viernes 8 de febrero primera parte del segundo capítulo.
Iván Uranga