Cumplía el tercer mes de haber llegado a la ciudad y todavía no podía acostumbrarse a que cientos de personas estuvieran próximas a ella; al subir al metro, Luciana sentía que no tenía más remedio que cerrar los ojos y resignarse, los primeros días no podía dejar de llorar al momento de sentir tanto contacto sobre su cuerpo, y por la noches eran recurrentes las pesadillas donde era perseguida por miles de manos, en las que siempre aparecía el rostro del maestro Juan, aquel despreciable rostro grasiento, del que salía un pestilente vaho con olor a alcohol y sus grotescas manos, que por entre las demás, eran las que la sujetaban, mientras ella en su sueño intentaba gritar con desesperación, sin lograr que de su garganta saliera ningún sonido. Totalmente agitado su cuerpo lleno de sudor se desprendía de la cama violentamente y abría los ojos esperando ver en algún rincón de su cuarto aquel rostro repugnante, ella sabía que todo había sido un sueño, pero necesitaba calmarse lo antes posible, porque temía que el latido de su corazón despertara a la señora de la casa.
Esa mañana después de preparar el desayuno y dejar limpia la cocina, debía ir al mercado a comprar lo necesario para la comida, como todos los días, su patrona, la señora Aurora, le había dado indicaciones precisas de que el mandado se debía efectuar en el mismo mercado en el que su madre y ella habían comprado durante toda su vida. El único problema es que cuando adquirieron esa maldita manía, la familia estaba en mejor situación económica y tenían hasta chofer para hacer las compras, y ahora, en la decadencia de su vidas, había que joderse, e ir en metro todos los días para complacer su capricho. Ya en alguna ocasión Luciana le había intentado explicar a su patrona, que en el mercado de la colonia llevaban las verduras y la carne muy fresca y más barata que en el mercado que ella le pedía que comprara, pero doña Aurora le respondía que ella debía obedecer sin preguntar, que por desgracia ya había perdido demasiadas cosas en la vida, y que mientras ella viviera se seguiría comprando los suministros en el mismo lugar donde lo hiciera con su finada madre.
Y ahora se encontraba ahí en el vagón del metro, con los ojos cerrados, intentado que aquello se terminara pronto, y rogando a Dios que el vagón no tuviera una de esas paradas a mitad de alguna estación, que aunque sabía que duraban sólo unos minutos, para ella parecía que cada segundo era una posibilidad concreta de salir embarazada. Una estación anterior a la que debía bajar, comenzó la monserga de avanzar poco a poco hasta la puerta, la patrona le había dicho que bajo ninguna circunstancia dejara de agarrar la bolsa con las dos manos, que los rateros se valían de miles de trampas, y que era muy común que alguno de ellos intentara conquistarla o que le pellizcara el trasero para distraerla, mientras otro aprovecharía para robarle el mandado, así que no había más que agarrar la bolsa con todas sus fuerzas y empujar hasta lograr salir. Al salir del metro se acomodó el vestido, y se peinó un poco para continuar su camino, esta vez no había sido tan malo, sólo sentía un poco de helado en sus calzones o por lo menos eso creía que era, por lo fresco.
–¿Cómo te fue hoy en el mercado Lucianita, te salió algún galán nuevo? – la inquirió Luis Manuel, el joven mecánico del taller de la esquina por donde debía pasar todos los días. Luciana apresuró el paso para no responder, Luis Manuel no era feo, pensaba ella, pero los hombres en general le daban un poco de miedo, al llegar por fin a su cocina se sintió segura, ese era su refugio natural, su espacio, su reinado, ahí podía sentirse feliz y tranquila. Sonó el teléfono y corrió a contestar, porque esa era una de su principales obligaciones, no permitir que el teléfono llamara más de tres veces y contestar invariablemente “Residencia Pérezsalazar, ¿en qué puedo servirle?”, se sintió tan aliviada al escuchar la voz de su madre en el auricular, ahí se enteró que toda su familia se encontraba bien, que les estaba sirviendo mucho el dinerito que les enviaba cada semana. Su madre le pidió que esa semana le mandara un poco más porque Pedro, su hermano menor, necesitaba un libro para la preparatoria, –pero mamá, ¿de dónde te voy a enviar más?, además Pedro ya tiene edad para trabajar– le replicó Luciana –¡Cómo crees hija!, si es un niño todavía, además piensa que él nos sacará adelante cuando sea licenciado– contestó la mamá. –¡Que va ser licenciado ese mamá! si siempre ha sido un burro, debiste apoyarme a mí que puros dieces sacaba, pero me sacaste de la escuela, sólo para meterme a servirle al maestro en su casa y ya ves lo que pasó–. Al decir esto, Luciana sabía que había ganado la discusión, su madre ya no se atrevería a refutarle nada, por la culpa que sentía al haberla obligado a dejar la escuela, y todo sólo para tener dinero y no dejar de comprar su litro de mezcal que se tomaba a diario. No habiendo más novedades con su madre, sonriendo colgó el teléfono.
Al concluir su primaria como la mejor estudiante del colegio, Luciana se había hecho la ilusión de ser maestra, cursar su secundaria y su preparatoria en el pueblo y luego entrar a la Normal Superior para graduarse como maestra, pero la necesidad en su casa era más importante que sus sueños y lo que ganaba su padre vendiendo verduras sólo daba para mal comer y no alcanzaba para que ella pudiera seguir estudiando. Por eso cada vez que escuchaba en la radio o en la televisión que la educación era gratuita se le retorcían las tripas de coraje, –que gratuita va a ser– decía. –¿Y los libros complementarios, las guías escolares, los cuadernos, los lápices, los bolígrafos, el uniforme de diario, el de los lunes, el de deportes, la bata de laboratorio, la flauta de música, las cuotas de mantenimiento, la regla, el juego de escuadras, el transportador?, todo lo que se les ocurra festejar a los maestros: que el día del niño, que el día de las madres, que el día del maestro, que el desfile de primavera, que el disfraz, todo es gasto; y luego que hasta quieren que uno lleve zapatos, como si con los zapatos se fuera a aprender más, con el agravante de tener que comprar todo con la esposa del director, si no, no te la valían, que gratuita va a ser, aquí no hay más o se come o se estudia–. Recordaba cómo fue su primera niñez, antes de que despidieran a su padre del trabajo y tuviera que ponerse a vender verduras. En esa época, en su casa nunca faltó nada, vivían modestamente, pero tanto ella como su hermano tenían de todo, hasta se podían dar el lujo de ir de vacaciones, y los domingos nunca les faltaba el salir a dar un buen paseo con cine, palomitas y todo. Su papá trabajaba para la Compañía de Luz, pero todas las desgracias de su casa comenzaron ese día que su padre llegó desesperado; sin mediar ningún aviso, ni negociación alguna, el gobierno se había apoderado de todas la instalaciones de la Compañía de Luz y anunciado que a partir de ese momento, los miles de trabajadores que laboraban en ella, quedaban sin trabajo, muchos de sus compañeros inmediatamente fueron a cobrar las indemnizaciones que les ofreció el gobierno, pero el papá de Luciana nunca cobró nada, porque fue engañado por su líder sindical de que si cobraba ya no habría posibilidad de recuperar su trabajo, y fue ahí cuando empezó con lo de la verdulería, –mientras se resuelve lo del trabajo– decía.
Cuando tenía 12 años, su padre fue encerrado en la cárcel, se le acusaba de haber matado al cura del pueblo. Nadie supo por qué, pero la madre de Luciana comenzó a tomar mezcal todos los días y se le podía ver llorar largas horas en la tumba del cura que había muerto por siete puñaladas bien puestas. Al poco tiempo de estar en la cárcel el papá de Luciana amaneció muerto en su celda, dijeron que se envenenó con alguna comida que le habían llevado.
Al cumplir 13 años, Luciana fue llevada por su madre a servir a la casa del maestro Juan, director de la primaria del pueblo, él había convencido a la mamá de Luciana que lo mejor para ella y para su hija, era que trabajara en su casa, que ya no estudiara, que mejor aprendiera a ser mujercita. Él la tendría en su casa como una hija, y así fue que durante los tres años que pasó sirviendo en aquella casa, no pasó una sola semana sin que fuera violada brutalmente los viernes en la tarde por el maestro, que invariablemente llegaba completamente ebrio, siempre amenazándole con lastimar a toda su familia si alguien más se enteraba de lo que él le hacía. Hubiera seguido así por mucho más tiempo de no ser porque un día la madre de una alumna de la escuela denunció al director ante la justicia, al enterarse que su hija había sido violada por el maestro durante una excursión. Cuando la policía fue a detener al director, él gritaba que la alumna se lo había pedido y que él había usado condón, que no era un maldito que pretendiera embarazarla. El escándalo se desató en el pueblo y la madre de Luciana “corrió a salvar a su hija, sacándola de la casa de aquel depravado hombre”, por lo menos eso fue lo que le comentó a las demás mujeres del pueblo, la realidad es que ella pasaba cada quincena a la oficina del maestro a cobrar el pago de su hija y el director siempre le daba “un bono extra” que ella agradecía con fervor sin preguntarle nunca a qué se debía aquel bono, tal vez por no querer escuchar la respuesta. Cuando llegó con Luciana a su casa, le pidió que le dijera toda la verdad, que si el maestro Juan la había tocado alguna vez, cuando Luciana le contó todo lo que había vivido durante esos tres años, la golpeó hasta cansarse, mientras le gritaba que era una puta, que la culpa la tenía ella, por usar eso vestidos tan cortos. Luciana nunca entendió la razón de aquella golpiza y menos cuando era su madre la que le hacía los vestidos zancones –dizque para ahorrar tela–. El escándalo se olvidó y el maestro Juan, gracias a la intervención de su sindicato, ahora estaba libre y se encontraba a cargo de una escuela en un rancho no muy lejos de su pueblo.
(Segunda parte del capítulo uno, el viernes primero de febrero de 2019)
Iván Uranga