El ser se dice de muchas maneras
Aristóteles
Juana aprendió a bordar desde niña. De eso vive y con eso le dio de comer a sus hijos. Ella –al igual que las mujeres de su familia– borda pasajes de su vida cotidiana. De su mundo. Flores, nubes, gotas de lluvia, conejitos, árboles, pájaros. De eso viven en la comunidad de donde es originaria. Tarda dos días en hacer una carpeta pequeña que luego vende en los portales del centro a cien pesos. Y todavía le regatean los clientes. Le pregunté qué opinaba de la ceremonia de entrega del Bastón de Mando de los Pueblos Indígenas al Presidente de la República. Me dijo que, para ella y para su gente, las tradiciones son cosa seria y tiene la esperanza de que la gente las conozca para que las valore.
“Sí saben que no existen tradiciones indígenas, ¿verdad? Todas vienen de esos tres siglos de virreinato que ustedes ignoran”. Aquel sabihondo comentario que leí en tuíter me parecía –por decir lo menos– tendencioso, falaz, malintencionado, radical, sofista, innecesario, impertinente y arrogante. Así, de un tuitazo, el señor que afirmó esto pretendía darnos cátedra a todos los chairos ignorantes que veíamos con buenos ojos aquella ceremonia. El odioso tuit es ocasión de varias reflexiones, lo que sea de cada quien.
De acuerdo con datos de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, hoy Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, en México las personas pertenecientes a pueblos originarios son más de 14 millones, lo que representa aproximadamente 12% de la población del país. Hay alrededor de 70 grupos étnicos con sus propias tradiciones, cultura, hábitos y costumbres.
Cualquiera debería saber que México es un mosaico de culturas y tradiciones de riqueza profunda. Y que conocer a México implica necesariamente conocer sus pueblos originarios, su realidad y costumbres, apreciar sus tradiciones. Ponerlas al frente.
La cultura, para Ortega y Gasset, es un movimiento natatorio, es decir, aprender a nadar para no caer en el fondo del mar. Conforma su identidad, pero también la de todos. Nosotros, los mestizos, desde afuera, desde el escritorio o la computadora, creemos tener la verdad. Pero que un intelectual confunda tradición con espectáculo, es desconocer la ritualidad de los pueblos y sus genuinas intenciones. Es cierto, los que participaron en la ceremonia del primero de diciembre no son todos los pueblos, sino los afines al nuevo gobierno. ¿Qué no de eso se tratan las democracias?
La afirmación de aquel señor implica necesariamente un concepto estático de cultura, de identidad y de tradición. Implica ignorar que la identidad cultural es el producto de distintas interacciones. Como los bordados de Juana: entrelazando muchos hilos de colores.
Cuando se ignora su naturaleza dinámica, las identidades culturales acaban convirtiéndose en fronteras. Sobre todo, en tiempos actuales en los que algunos anuncian el fracaso de la globalización, ante los lamentables resurgimientos de nacionalismos caracterizados por la tendencia a identificarse de manera unitaria.
Con la llegada de los españoles, durante esos “tres siglos de virreinato que ignoramos” –como dijo aquel analista– se produjo un cambio sustancial que relegó a las personas a la condición de colonizados, uniformando sus diversas identidades culturales. Pero aquí un detalle: no somos fruto de un mestizaje, somos fruto de muchos, aunque casi siempre lo ignoremos.
Si a aquello agregamos la falta de oportunidades, el despojo, olvido y desprecio sistemáticos hacia los pueblos originarios, tal vez podremos entender la razón fundamental por la cual 80% de ellos vivan en condiciones de pobreza. Hay otro doloroso efecto: la discriminación ha llevado a muchos a renunciar a su identidad, de su lengua y tradiciones. Así, poco a poco, México está perdiendo su tesoro más importante: la diversidad cultural.
También perdemos la capacidad de comprender el mundo en que vivimos. En la modernidad occidental, nuestros esquemas mentales han sido conformados bajo las normas de un pensamiento lineal y dualista. La educación, religión, cultura, política, estado, están construidos en este esquema antagónico. Crecimos en un esquema de conceptos buenos y malos, izquierda y derecha, civilización barbarie, blanco o negro, sin matices. Bajo la idea ilusoria de un progreso lineal e ilimitado.
En cambio, los principios filosóficos de los pueblos originarios ofrecen la cosmovisión espiral. La historia se mueve en ciclos y esa forma de pensamiento incluyente permite comprender el pasado en el presente y construir el futuro volviendo al pasado. A las raíces. Por eso son sincréticos. Ven el mundo de manera diferente.
El sincretismo es esa tendencia de armonizar tradiciones aparentemente opuestas que –no obstante– en la realidad del mexicano, coexisten. Dice Aristóteles que el ser se dice de muchas maneras. Al menos, en el ser del mexicano, me queda claro que así es. ¿Por qué entonces para algunos es tan difícil entender que las tradiciones pueden mezclarse y alimentarse entre sí?
Ajena a todas estas discusiones, Juana y su familia se alistan para la fiesta de la Virgen de Guadalupe en los próximos días (hablando de sincretismos).
Ya bordaron sus trajes y me enseñó uno de los cantos que cada año entonan. Estoy segura de que todos los mexicanos –tanto los guadalupanos chairos como los guadalupanos fifí– lo hemos escuchado alguna vez, pero ella me lo escribió como se debe:
Huey tonantzin
tonantzin huey tonantzin
Ipalnemohuani toyolo paquih
tlazohcamati tonantzin.