Alguien hace poco me preguntó si en verdad consideraba que la raza humana fuese tan mala. Mi respuesta inmediata hubiese sido que sí y reiteraría la idea de que somos una de las peores plagas del planeta. Quizás porque al vivir en un sitio en donde me ha tocado ser testigo de la voracidad humana y de cómo se destroza la selva y se matan manglares para satisfacer sus ambiciones, y de este modo hacer del sitio un sitio “más atractivo” para otros humanos a cambio de la moneda otorgada para comprar hedonismo. Soy testigo de cómo llegan los denominados “turistas” y ven en todo aquello que implica saciar su sed de consumismo absurdo la razón de su ser momentáneo. Vaya concepto de libertad.
Muchos cuando les digo en dónde vivo responden de modo inmediato: “Ah, qué padre, qué rico.” Sí, seguro… era increíble sí, cuando las personas iban y respetaban el entorno y no buscaban un estilo lúdico a lo “gringo”, beber y consumir por consumir sin respetar el entorno, desde que este destino se volvió tan popular, la humanidad lo ha arruinado. No hace poco observé cómo en uno de esos grandes hoteles con vacacionistas de origen estadunidense se divertían de lo lindo dándoles de beber alcohol a un par de coatíes, unos mamíferos propios de la región, los cuales tienen un hígado tan pequeño que la mínima ingesta de alcohol los mata y, en realidad, los pobrecillos mamíferos no sobrevivieron a la fiesta de esos divertidísimos y dignos trabajadores de descanso merecido denominados turistas.
¿En qué momento perdimos la conciencia de no volvernos asesinos? No es un humano, responderían muchos (lamentablemente hay quienes solamente “valoran” la vida humana), pero sí es una vida, una vida que tiene mucho más derecho a habitar el sitio invadido por esos voraces empresarios. En ocasiones sueño con estar en un salón repleto de esos empresarios y poder preguntarles ¿en qué planeta habitan? Pues, para saquearlo de tal modo, es porque están muy seguros de que a ellos no les afecta, a menos que sean unos psicópatas. Me gustaría también preguntarles: ¿no tienen miedo?
Recuerdo a Hanna Arendt, Günther Anders, y a Walter Benjamin; quienes comparten la idea de que la humanidad ha llegado a una situación en la que la miseria mental es sólo comparable con la falsa sensación de seguridad y riqueza.
Algunas personas que me hacen el honor de leer estas columnas me sugieren que debo ver el mundo con mejores ojos, que no debo ser tan pesimista (¿es posible para un filósofo no serlo?), pero me identifiqué mucho con Anders cuando dijo que él era un “abridor de ojos”, pues en efecto, la sociedad prefiere vivir con una especie de miopía o en el peor de los casos con ceguera mental. Y no es que ande por la vida con mala actitud, sino todo lo contrario. Pero es indispensable no cegarse y quizá el que me considere también una especie de “abridor de ojos” es meramente como un ejercicio personal de no olvidarme de lo que en realidad pasa en el mundo. A esta persona que me hizo la pregunta que mencioné al inicio, le respondí que en realidad seguía creyendo en la humanidad, pues creer en ella es creer en mi misma y si no fuese real, simplemente no escribiría ni daría clases pero, es indispensable –a mi parecer– no engañarse. Es como si el médico te detecta ya una metástasis y te declara terminal y vivieras como si nada te estuviese pasando, cuando en realidad está pasando y mucho, pues te encuentras de cara a la muerte. Lo mismo pasa con la humanidad en general, esta autoliquidándose y parece que no importa.
No basta que te hagas vegano, no es suficiente que salgas a marchas, no soluciona mucho que tengas conciencia ecológica. No, no es cuestión de replantear una ontología sino de trabajar en una nueva concepción antropológica. Somos inmunes al horror. La barbarie se ha convertido en sitio común. Los acontecimientos pasan en un tiempo tan veloz que no hay cabida a la reflexión, por ende, sentimos de inmediato pero al ser presas de la inmediatez, nos olvidamos tan pronto como llega el otro acontecimiento y así estamos existiendo, a la velocidad del acontecimiento; haciéndonos inmunes ante la existencia del otro y por ende, la indolencia acaece en un nuevo modo de habitar el mundo.
¿Qué importa que matemos un manglar y a todas las especies que dependen de él? ¿Si con ello tenemos un sitio a dónde ir y evadirnos de la realidad insoportable que llevamos a cuestas? Parece que vale la pena pagar miles de pesos por un par de días de lúdico esparcimiento sin importar los millones de años destruidos. La humanidad en pleno adormecimiento, dominada por mecanismos ideológicos que se han consolidado y que han hecho de la humanidad una especie incapaz de comprender los signos que anuncian el fin de lo siniestro, fruto del gran progreso que les hace tan feliz y cómoda su existencia.
Considero que la labor de todo filósofo es procurar que no se olvide la profunda miseria de la existencia humana. Sí, hay bellezas en la especie pero funestamente en general, debido al estilo de vida que vemos en la mayoría de la población del globo terráqueo, no hemos aprendido mucho acerca de los errores cometidos. Al contrario, parece que hay una encomienda oculta en el inconsciente colectivo de reiterarnos “una vez más, a ver si ahora sí sale bien”. Hasta parece un mal chiste contado por un poder superior.
Anders asignó a la filosofía la tarea de pensar las catástrofes, él decía: “Cambiar el mundo no es suficiente; también hemos de conservarlo.”[1] No basta dejar de hacer, es necesario hacer y rehacer. La virtualidad en la que habitamos nos ha hecho sentir que no necesitamos de la realidad, pero no basta un “click” para componer lo que hemos destruido. Con un “click” no se recuperan los bosques, las selvas, se salvan las especies. Todo es político ¿cierto? Esto se llama biopolítica y si no hacemos conciencia de ello entonces seguiremos por la misma brecha de declive. No señores y señoras, no soy negativa ni pesimista. Ser realista y tener conciencia no implica que no me seduzca de algún modo el “Principio de Esperanza” de Ernst Bloch. ¡Vaya que me seduce! Pero considero que es a partir de la vergüenza que surge la esperanza y no del autoengaño; eso que Anders denomina “vergüenza prometeica”. El pensador le escribe a Claude Eatherly, oficial que apoyó el lanzamiento de la bomba atómica:
“Cuando se ha perjudicado a un ser humano resulta difícil consolarse. Pero en su caso, hay otra cosa. Usted tuvo la desgracia de haber apagado doscientas mil vidas. ¿Dónde se encontraría la potencia de sufrimiento correspondiente a doscientos mil vidas apagadas? ¿Cómo arrepentirse de haber matado a doscientos mil seres humanos? Sea el que sea el esfuerzo que usted haga, el dolor de ellos y vuestro arrepentimiento nunca estará a la altura de este hecho.[2]” Y siguiendo la línea del presente texto, no solamente acabó con las vidas humanas sino miles de vidas animales y vegetales. Los estragos del daño nuclear siguen y ha dañado a generaciones y al planeta. El 6 de agosto de 1945 comenzó otra humanidad a existir, una humanidad que no hizo conciencia suficiente con Auschwitz, fue más allá con su técnica y su voracidad. Como bien menciona Anders, la vergüenza es un acto reflexivo. Es interesante lo que menciona en el siguiente párrafo: “Es evidente que reaccionamos de una manera ‘emocional’ frente a la catástrofe que nos amenaza y nos avergonzamos de ello. Es de no reaccionar así de lo que deberíamos sentir vergüenza. El que no reacciona así y califica nuestra emoción de irracional, no sólo revela frialdad sino estupidez.” [3]
A diferencia de Anders, yo sí apelo al principio de esperanza, no soy tan pesimista como Schopenhauer, pero tampoco me evado en mi propia circunstancia o en la comodidad de mi propia existencia, pues como bien pronunció el gran filósofo judío que tanto he citado hoy: “No podemos, no poder”.
[1] ANDERS Günther: Hombres sin mundo. València: Pre-Textos, 2007.
[2] ANDERS Günther: El piloto de Hiroshima: más allá de los límites de la conciencia. Barcelona: Paidos, 2010 (reedición).
[3] ANDERS Günther: Filosofía de la situación. Madrid: Los Libros de la Catarata, 2007. ‘La obsolescencia del hombre’ y las imprescindibles ‘10 tesis sobre Chernobil’. (Tesis 3 sobre Chernóbil, 1986).
@Hadacosquillas