Uno de los debates más agrios en las mesas de café adonde se pretende arreglar el mundo trata acerca de la profundidad de los cambios que puede traer el triunfo electoral de López Obrador. En estas discusiones tarde que temprano, alguno de los comensales terminará diciendo algo como los privilegios de clase no se ceden pacíficamente. Y tendrá razón, aunque probablemente ni él ni otro de los que le acompañan en tan sesudo análisis tomará la ruta del monte para destruir la opresión capitalista. (Si asumo que nuestro radical de café es varón es porque, también, los privilegios de género no se ceden pacíficamente…) Con todo, hay que decir que este debate no se ha circunscrito nunca a las mesas de café… De otro modo aún estaríamos gobernados por los Austrias.
En la entrega de agosto de Nexos (488), Ariel Rodríguez Kuri reseña la fijación de la izquierda electoral hoy triunfante por pueblear, por recorrer el territorio de cabo a rabo, estrechando la mano de quienes las élites ni siquiera se imaginan adónde o cómo sobreviven. (“Territorio y perseverancia”, https://www.nexos.com.mx/?p=38752) De ese recuento rescato algo que Genaro Vázquez Rojas le advirtió a Heberto Castillo: “meten un olote de maíz en el culo de un caballo, para que enloquezca y se lance contra las luces del automóvil.” Rodríguez Kuri nos aclara que esta prevención se la hizo el maestro rural al activista universitario en la Ciudad de México, poco antes de que el primero subiese a la sierra para levantarse en armas. Corría el año 1967.
Cinco años antes, en 1962, Rosario Castellanos había publicado Oficio de Tinieblas (Joaquín Mortiz) en el que narraba la tragedia de una rebelión india en Chamula, Chiapas. La autora, una engagé (situada, comprometida), se coloca como escrutadora de autenticidades (sigo la reseña de Joseph Sommers a la 5ª edición, Nexos 2, Febrero 1978, https://www.nexos.com.mx/?p=3056). Para no ofender demasiado al entonces poderoso ogro filantrópico, la autora mezcló la historia tzotzil de la “guerra de castas” de 1869 con las penalidades de los cuadros cardenistas tratando de aplicar indigenismo y agrarismo en tierras chiapanecas en los 1930’s. Pero cualquier lector enterado sabía –en aquel cuarto año de la administración López Mateos– que el retrato que hacía la comiteca correspondía con la realidad de su tiempo –el tiempo que llevó a Genaro a la sierra de los alzados.
El obispo Cañaveral de la novela, caminando por la calle, al encontrar a una indígena indigente, le dice a su ayudante: “—Pregunta qué le pasa, si está enferma. / —No sé hablar la lengua, Su Ilustrísima. / —Yo tampoco. Y tendría la disculpa de no ser de aquí si no hubiera vivido en Ciudad Real más años de los que tú cuentas.” (p.26) Cañaveral retrata al obispo Lucio Torreblanca (1941-1959), quien no se decidió a iniciar una pastoral indígena. Esta la realizó Samuel Ruiz (1959-1999) pero al escribirse la novela de Castellanos aún no existía en Chiapas un catolicismo progresista y menos una iglesia autóctona. En ese contexto, el héroe mexicano de la narración, Fernando Ulloa (ingeniero del IPN, hijo de zapatista), está solo frente a los poderes fácticos de la antigua Ciudad Real –adonde todas las instituciones, arcaicas y modernas, conspirarán en contra de la redención cardenista del indio.
El héroe indígena de Oficio de tinieblas se llama Pedro González Winiktón (líder agrarista, alfabetizado en las fincas del Soconusco adonde fue peón temporalero, juez en el paraje chamula de Tazal-hejemel). Siendo adolescente había presenciado la violación de su hermana por un kaxlán sin poder hacer nada. Ya mayor, su mujer, la ilol (curandera tradicional) Catalina Díaz Puiljá rescata a la jovencita Marcela Gómez Oso que recién acababa de ser violada por otro kaxlán. Al enterarse, Pedro recordó por qué había decidido volverse juez y “tembló de ansia de defender”, nos dice la narradora. Su destino es hacer justicia… pero “¿Cómo luchar? ¿Contra quiénes? La conciencia de Pedro ardió en una llamada vengativa. Vio el caxlán asaeteado; vio el incendio recorriendo las calles de Jobel (San Cristóbal); vio la muchedumbre ladina humillándose bajo el látigo de la esclavitud”. Volvamos a Genaro Vázquez: en ese instante, Pedro es el caballo enloquecido por el olote de maíz en su culo, que se lanza contra las luces del automóvil que ha de destruirle. Pero el juez chamula ya es mayor, ha aprendido. La narradora nos dice que aunque al principio “se abalanzó sobre esas imágenes como la fiera hambrienta sobre el trozo de carne”, de inmediato “lo apartó la decepción. No, no era tan fácil engañarlo. Ya lo sabía, lo había visto demasiadas veces: la injusticia engorda con la venganza” (pp.31-33).
Con todo, los héroes indio y ladino de la novela, González Winiktón y el ingeniero politécnico Ulloa, serán arrastrados a la venganza y esta engendrará la excusa para que los kaxlanes vuelvan –por enésima vez– a reprimir a las comunidades indígenas. Al final de la novela, la narradora nos dice que “Jobel vuelve a levantarse, amurallada en la injusticia, ciudad a la que sólo se puede penetrar a través de la puerta de los rebaños” mientras que en “el valle de Chamula… humo es lo que antes fue paraje, sembradío, pueblo. Humo: tierra sollamada, aire envilecido, arrasamiento y aniquilación”. El caballo enloquecido de Genaro Vázquez ha encontrado la muerte en la carretera.
Pero… Castellanos era una escritora comprometida. Luego de describir la devastación reconforta a sus lectores progresistas recordando que en ocasiones así el labrador “no espera a la cosecha. Otro ha de venir después de él y la levantará”, y poéticamente cuenta cómo, poco a poco, luego de ser dispersados los campesinos en medio del horror, “la tejedora hila el copo de lana. Avanza la labor cuyo dibujo enseñaron a sus padres sus abuelos”. Nos dice cómo “el pastor, la paridora, el alfarero, repiten su oficio como la tierra repite el ciclo de sus estaciones… por sujeción a la ley, por fidelidad”. Y así, calmosos y en silencio, los tzotziles vuelven a comunicarse y “la búsqueda de la tiniebla los conduce a las cuevas… Y allí se congregan… En el centro de la cueva… reposa el arca”. Y en el arca se guarda un bulto sagrado y el bulto envuelve un libro y en su primera página “llamea un título: Ordenanzas militares”. Este es el hilo del capítulo 39 (pp.362-365) y puede leerse como una justa profecía del amanecer neozapatista del 1 de enero de 1994.
Y, sin embargo, la novela de Castellanos no termina allí. En una última ofrenda al ogro filantrópico, en el capítulo 40 (pp.365-368), la narradora nos lleva a la habitación de un personaje secundario, Idolina Cifuentes Zebadúa, la hija kaxlana del violador de Marcela. Ha perdido la razón y delira. En sus alucinaciones ve venir a su nana tzotzil, quien le cuenta la leyenda de una poderosa ilol que parió a un hijo milagroso. Este último, en tiempos inmemoriales, dominó a indios y kaxlanes. “Pero conforme crecía su autoridad crecía también su soberbia”. Él y su madre terminaron por volverse tiranos, verdaderos devoradores de seres humanos. Y así las cosas los mismos indios pidieron a “los señores de Ciudad Real” que les liberasen de sus jefes. El relato de la nana termina diciendo que “el nombre de esa ilol, que todos pronunciaron alguna vez con reverencia y con esperanza, ha sido proscrito”. Allí, la narradora retoma el hilo y cierra la novela: “Faltaba mucho tiempo para que amaneciera”.
Vuelvo a 2018. No es azar que Nexos 488 nos recuerde, en boca de Rodríguez Kuri, el triste destino del caballo enloquecido de Genaro Vázquez. El número de la revista está dedicado a analizar el triunfo electoral obradorista (en la portada se lee como titular Morena toma todo) y hoy día la explicación de consenso es que esa victoria se debe al hartazgo generalizado. Las y los votantes habrían temblado de ansia de defender como González Wikitón y se lanzaron a las urnas para terminar con las reiteradas injusticias. Las élites mexicanas, al igual que los kaxlanes de Ciudad Real, ni se imaginaban ni entendieron ese hartazgo. Pero luego de la insurrección en las urnas, esas élites temen ver el incendio recorriendo las calles de su Jobel y a ellas mismas convertidas en muchedumbre ladina humillándose bajo el látigo de quienes fueron sus esclavos. Javier Tello Díaz, en el mismo Nexos, analiza “La política del Éxodo de López Obrador”. Tello aclara que, en estricto sentido, Andrés Manuel no es el mesías del movimiento popular que lo elevó a la presidencia. Pero advierte que en ese movimiento sí hay elementos mesiánicos y que son peligrosos. (https://www.nexos.com.mx/?p=38735)
Lo que no quieren reconocer los exquisitos analistas de Nexos es que, en su proceso de liberación, los oprimidos están obligados a usar todos los medios a su alcance. Los maestros rurales de Guerrero, quienes habían organizado frentes cívicos para defender a sus pueblos, fueron empujados hace medio siglo a la vía armada. (Armando Bartra, Guerrero Bronco, Era, 2000.) El caballo de Genaro no enloqueció solo. Le metieron un olote de maíz en el culo. Esa historia terminó en una tragedia que sigue reverberando hasta nuestros días. Pero las comunidades campesinas guerrerenses no renunciaron ni a su empeño guerrillero; ni a la vía electoral; ni a tomar en sus manos la función de policía. En Chiapas, si Torreblanca no aprendió lenguas indígenas, su sucesor se ganó el sobrenombre de jTatic y dejó crecer una iglesia indígena.
En los cuarenta años de su reinado episcopal, don Samuel fungió a veces como gestor de sus comunidades indias ante Roma, Tuxtla y México. Otras veces fue profeta que denunciaba las injusticias. Y siempre acompañó todas las formas de organización de los pueblos: comités de trámite agrario, comisiones de educación comunitaria, cooperativas de consumo, organizaciones de camión-bodega-tienda que permitieran al campesino apropiarse del proceso productivo desde abajo… Lo que fuera. Cuando en 1983 las comunidades de Lacandonia decidieron pasar a la auto-defensa, jTatic también las acompañó. Hay que recordar que en ese tiempo aún estaba fresco el Triunfo Sandinista de 1979, que la epopeya vietnamita había concluido con el triunfo del pueblo organizado y que, en Angola y Namibia, las fuerzas cubanas triunfaban contra los opresores sudafricanos. Al final de esa década, en 1988, en la batalla de Cuito Cuanavale, angoleños y cubanos obligaron a los racistas a reconocer el gobierno popular de Angola, aceptar la independencia de Namibia y pactar el fin del Apartheid. (Quien olvida esto no entiende por qué en los funerales de Mandela el comandante Fidel tenía un lugar de honor.)
Ahora bien, si el obispo Ruiz reconocía que debemos buscar la liberación por todos los medios a nuestro alcance, también supo señalar los límites de cada táctica. Para 1990 la balanza militar centroamericana había cambiado, el sandinismo estaba atorado por la guerra contra y en El Salvador el FMLN, habiendo destruido tres veces al ejército de los opresores, tenía frente a sí a otro ejército montado y financiado por los EUA. En toda Centroamérica se optó por negociar la paz. En Chiapas, las comunidades apenas habían terminado la tarea de formar el EZLN. Las mismas Fuerzas de Liberación Nacional, la organización-madre de los primeros guerrilleros, plantearon en ese momento la posibilidad de cambiar táctica (después de todo, sólo en Chiapas había tenido éxito su estrategia de incubación guerrillera en gran escala). La diócesis católica advirtió a las comunidades chiapanecas de los riesgos de una insurrección en un escenario de retirada militar de la izquierda armada. A principios de 1989, la URSS había abandonado Afganistán; en noviembre de ese año cayó el muro de Berlín; y en 1991 se disolvía la URSS. La situación del neozapatismo era insólita: sus comunidades se habían preparado para la guerra popular durante una década y ahora las condiciones internacionales desaconsejaban el alzamiento. Entre 1991 y 1992 se debatió acaloradamente qué hacer en asambleas comunitarias. Los mandos del EZLN abogando por la guerra, la diócesis y sus agentes de pastoral por la paz. Se decidió la guerra.
JTatic Samuel, con dolor, aceptó su papel de acompañante, pero no dejó de ser pastor. Al tiempo que las comunidades votaban la guerra, buscó en San Luis Potosí a un héroe de las insurgencias pacíficas, al Dr. Salvador Nava Martínez. Se formó una asociación civil llamada Movimiento Ciudadano por la Democracia. Convocaron a participar a todas las organizaciones sociales y civiles que, en todo el país, habían luchado por los derechos humanos. El acto inaugural del MCD no se dio en la capital potosina –teatro de la saga navista– sino en San Cristóbal de Las Casas. El obispo ponía en medio de la escena chiapaneca, a disposición de sus comunidades, una opción a la guerra insurgente que se avecinaba. La “señora sociedad civil” que tanta fascinación y dolores de cabeza ha causado al subcomandante Marcos (hoy Galeano), llegó a Chiapas dos años antes del amanecer de 1994.
Y bueno fue, porque debemos usar todos los medios para liberarnos. Nunca como venganza, siempre buscando la justicia. No es poco lo que hemos aprendido.