Todos somos bipolares. Autor: Iván Uranga

Entre lo real y lo deseado.
La necesidad del conflicto.
Somos transcriptores del mundo.
Nuestro YO en los demás.
Fluir o no fluir.
La vida es una construcción consciente.

Todos tenemos, como mínimo, dos mundos en nosotros mismos. Uno, el “real”… y otro el “deseado”. Al primero lo aceptamos y vivimos con cierta resignación; mientras que el segundo, lo conocemos, pero hemos aprendido a renunciar a él, seguramente por miedo a que se convierta en una realidad incómoda para los demás. “El mundo real” nos hace supervivientes y demuestra a nuestro EGO la capacidad de adaptarnos a lo incómodo, adverso y perjudicial que es; mientras que el segundo, el mundo de los sueños, nos convierte en infatigables luchadores románticos, exploradores de universos y habitantes del deseo, que sin duda es el mundo que merecemos.

Firmemente creo que el equilibrio entre ambos es la verdadera cordura, digan lo que digan los terapeutas y presuntos expertos del comportamiento humano. Es más, es ese equilibrio el que nos permite vivir ambos mundos a la vez, pues ambos cohabitan en nosotros, siempre es el mundo en que vivimos el reflejo fiel de un fragmento de la dualidad en nuestra mente, y cada ciudad y pueblo, cada casa, cada calle, cada profesión, cada ciencia, cada libro, cada creencia, cada realidad o canción, surgieron primero en el mundo de lo imaginario.

Pero si vamos un poco más allá, también veríamos que, al igual que existen dos mundos en cada persona, en cualquier ser humano coexisten dos vidas, en paralelo. Una, la que algunos consideran erróneamente única, que es la vida exterior, esa que está fundamentada en lo externo, en lo tangible y ajeno… y que demasiadas veces conforma el rígido concepto que tenemos de nosotros mismos y que defendemos con tesón; la segunda vida, más íntima y verdadera, yace en nuestro interior y proviene del alma, ese espacio profundo en el que se unen la razón y el sentimiento.

Ambas vidas son, como he dicho antes, en principio, paralelas y aparentemente excluyentes entre sí… aunque quizás solo se trate de ver y de vivir la vida desde una nueva y diferente óptica. Uno puede experimentar una situación confusa, dramática si quieres, en el exterior… mientras que internamente –en su otro Yo– la experimenta desde la paz profunda y la serenidad, encontrándole el sentido oportuno. ¿No sería esto también esquizofrenia? ¿Por qué debe ser sólo crítica cuando esta confusión dramática invade nuestro mundo interno? Particularmente creo que hay un invisible hilo o puente que une ambas vidas –la exterior y la interior– y que uno puede –y debe–- aprender a reforzar ese vínculo, evitando que éste se rompa definitivamente para evitar sentirse mal y que el otro, el de afuera, vea en ti un “algo” patológico.

Ese puente o hilo que une ambas vidas paralelas es, precisamente, lo que nos remite al bienestar, es decir, “aquel sentimiento que se basa en la distancia que hay entre lo vivido y lo deseado”. Por decirlo de alguna manera: mientras más distancia hay entre ambas vidas, más posibilidad hay de que se rompa ese hilo y más sensación de infelicidad sentimos. Creo que la madurez radica en ser capaz de tejer ambos mundos y ambas vidas… integrándolas en una sola. Porque eso nos dota de integridad, de coherencia y de paz interior… es decir, lo contrario que la ansiedad y el estrés, que muy a menudo sentimos la mayor parte de nuestra vida. Por decirlo de alguna manera, no hay que buscar –como solemos hacer, desde siempre– la felicidad en una sola de esas vidas, sino hay que aprender a encontrar el equilibrio entre ambas para poder ser felices, lo que es muy distinto. Este no es un deber urgente, tenemos toda la vida por delante, aunque no sabemos su duración hay que intentarlo, pues la recompensa es uno mismo íntegro, feliz y en uno solo. Y, mientras se recorre ese camino de la vida hacia la integridad, el equilibrio y la coherencia entre el mundo interno y el externo, entre la vida ajena y la propia, uno puede compartirlo con los que verdaderamente ama, haciendo de ese camino –a ratos, maravilloso y a ratos complicado– algo singular, irrepetible y mágico, como la vida misma.

¿No es eso, quizás, el amor a la vida misma que integra a los demás, dándonos cuenta de todo y así poder amar absolutamente, entendiendo y ayudando a quien, como nosotros mismos, camina, aprende, nos ama y encuentra cada día más su equilibrio sirviéndonos de espejo y, al fin poder compartir la felicidad de esta vida que vamos conquistando, día a día?

Personalmente, siempre he sido un transcriptor de la vida, sí, transcribo lo que vivo y siento en letras, en poemas, cuentos, ensayos y novelas, también en luchas, en resistencias, en aprendizajes compartidos, pero también lo transcribo en solidaridad, en fuerza, en ternura y en amor. Por ello, me han creído extraño, he ido alternando ese incansable luchador de mi verdad interior con ese mero superviviente en este mundo externo y loco, que demasiadas veces nos empuja a renunciar a una de estas vidas y optar por la más conveniente y aparentemente confortable… para el mundo y para los demás.

Pero, con el tiempo y gracias al amor de otras y otros, me di cuenta de que es, precisamente, la no renuncia a ninguna de ellas –la del interior y la exterior–. La convicción de asumirlas como propias es lo único que no desequilibraba mi vida, a diferencia del sufrimiento que provocaba el que por temporadas renunciaba a alguna de estas vidas. En esto no hay culpables, no puede haber culpables, cada ser humano es distinto, el mundo es diverso y sólo el cambio es permanente, la aspiración única del hombre es encontrar el conflicto y superarlo, ni siquiera es la paz, la paz es un estado al que se puede llegar hasta después de la guerra, del desamor. El conflicto es evolución, es el único elemento que nos permite el crecimiento interno, externo y social, todos los seres humanos intentamos sobrevivir, y todos nuestros actos están determinados por nuestra herencia genética, cultural y social, nuestro hacer es producto de nuestra propia miseria o riqueza antropológica, no podemos ser culpables, pero sí somos responsables de todos nuestros actos, en cada uno está el cambiar, el transformarse, el hacer cada vez más estrecho el espacio entre nuestros sueños y nuestra realidad. Y aprendí que uno puede renunciar al apego a lo tangible que es el veneno de su vida exterior y quedarse sólo con lo esencial y beneficioso, que le ayude a ser más uno mismo, a amarse y amar y hacerlo en consonancia con su propósito interior e inalterable. Al fin y al cabo, la vida exterior cambia constantemente y la podemos y debemos construir a nuestra medida, a partir de nuestra firmeza interior y lo que elegimos libremente, y será la suma de cada pequeña decisión que tomemos. Pero el interior, en cambio, tiene un vigía permanente que es la Conciencia que nos recuerda que esa vida coherente y plena pugna por salir, por evidenciarse en nuestra vida y que lograrlo nos procura serenidad interior. Y, en cuanto aparece una oportunidad de vivir plenos, resuena en nuestro interior y es difícil renunciar a ello. Quizás sea, al fin, esa renuncia voluntaria a vivir lo que sentimos profundamente, la que nos hace sentir patológicamente solos y desequilibrados –además de hacernos sufrir–, al ser poco consistentes con nuestro interior y con el sentido verdadero de lo que acontece en nuestra vida.

Debemos darnos a los otros, a los problemas de los otros, por solidaridad, por nosotros mismos, porque nos afecta, no por hacer un favor, el favor no debe existir, el favor corrompe el futuro, la gente por pagar un favor, por no ser ingrata, es capaz de mentir, de engañar, de comprometer su integridad, su dignidad, su respeto y su futuro. El primer paso en entender que cuando hacemos algo por alguien siempre lo hacemos por nosotros mismos, la diferencia es donde radica nuestro YO, si éste sólo te da para preocuparte por lo que pasa en tu casa, pues harás cosas para estar bien en tu casa, pero si a tu YO le afecta lo que pasa con tu vecino y lo que le pasa al que vive al otro lado del mundo, entonces tu YO deberá hacer cosas que ayuden a los que están al otro lado del mundo, pero lo harás no por lo demás, lo harás por no sentirte mal, para estar bien tú y tu ser interior, es decir tu YO.

Así, insisto, la vida no es más que ese necesario equilibrio entre nuestro interior y el exterior… y, sin duda, la felicidad es consecuencia de ese equilibrio que nos permite ser capaces de adaptarnos a nuestro mundo exterior y cambiante, pero sin dejar de obedecer a nuestro propósito interior, donde habitamos con el amor y, como consecuencia de ello, llega la tan deseada paz, pero no se puede lograr si solo fluimos, si dejamos que las cosas pasen, debemos tomar las riendas. La vida debe ser una construcción consciente.

Iván Uranga

@CompaRevolucion

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