Santos “el prudente”. Autor: Federico Anaya Gallardo

Santos detrás de Presidentes: Izq.: de Calles y Ortiz Rubio. Der.: de Ruiz Cortines. Tomadas de http://www.memoriapoliticademexico.org/Biografias/ORP77.html y de la Mediateca del INAH.

Santos niño hacía diabluras que pagaba su sirviente indio Culás. Santos joven se enorgullecía de las ganancias de sus tropelías, rechazaba por soberbia las dádivas de los enemigos políticos y admiraba (en secreto) a los verdaderos revolucionarios como Manrique. Santos adulto demostrará una mezcla de prudencia y dureza que enerva a quienes desearíamos que la política fuese guiada por principios éticos. Recuerdo a mi lectora que lo que he venido contando tiene el defecto de la fuente única… la Vida Azarosa escrita por el propio Gonzalo N. Santos. Respecto de sus fechorías (la dureza) estamos seguros de cierta autenticidad, pues el cínico autor se auto-incrimina. Monsiváis dijo de ellas que son “el testimonio más vívido del sector revolucionario negado al idealismo y entregado a las complicidades que quieren prestigiarse con el nombre de Sistema”. (“La moral es un árbol que da moras. Un cacique: Gonzalo N. Santos”, LetrasLibres, № 24, diciembre 2000. Liga 1.) Pero respecto de sus buenas obras (la prudencia) es más difícil confiar en él. Como sea, sus relatos sirven para retratar la época que vivió. La prudencia santista consistió siempre en reconocer quién podía destruirlo y en saber cómo podía asegurar la propia sobrevivencia –acaso por esto Lomnitz lo escogió como ejemplo del “mediador” entre secciones del sistema político mexicano (Salidas del Laberinto, Mortiz, 1995). De allí viene la admiración santista por Obregón el imbatible y su desconfianza frente a Calles –cuyos proyectos de institucionalización harían cada vez menos necesarios los “servicios” de mediadores regionales como el Clan Santos. Como sea, entre 1928 y 1934 Gonzalo N. Santos fue legislador federal y en esa calidad participó en muchos debates, destacando la fundación de la primera encarnación del Partido de la Revolución (el Nacional Revolucionario).

A la ciudadanía mexicana de hoy aún nos parece que las legislaturas no pesan en la política. Te recuerdo lectora, que en agosto de 1928, Obregón fue asesinado por un fanático católico en la Villa de San Ángel. Era el presidente electo (más bien, reelecto) y obviamente, cuando llegó el 1 de diciembre, no pudo presentarse a tomar protesta. Por lo mismo, las dos cámaras federales designaron un Presidente Interino en lo que se realizaba una nueva elección. El cargo le tocó al exgobernador de Tamaulipas, Emilio Portes Gil –quien gobernó de diciembre de 1928 a febrero de 1930. Portes había sido un agrarista muy activo en su estado. Diputados y senadores no habían elegido sólo a un miembro de su élite, sino a un representante de ciertas ideas. Porque las ideas importaban –tanto, que agraristas y católicos combatían sangrientamente por ellas. Arreglado el interinato, los grandes generales revolucionarios se dedicaron a organizar su partido. Querían construir juntos una candidatura que evitase la guerra civil. Santos cuenta que el ya expresidente Calles pretendía ungir como candidato a Aarón Sáenz. La Vida Azarosa está llena de mala leche contra Sáenz, a quien nuestro salvaje huasteco consideraba catrín y elitista. Santos negoció y presionó para que el favorito de Calles no resultase candidato. Lo apoyaron muchos generales que estaban temerosos del creciente poder del “jefe máximo”. Al final, la primera convención del PNR designó a Pascual Ortiz Rubio –quien a los pocos años se ganó el burlón apodo de El Nopalito (por baboso).

En la historia popular del Maximato se supone que Ortiz Rubio era una creatura de Calles. Si hay algo de verdad en la versión de Santos, el nopalito fue más bien una creación colectiva. La debilidad de su Presidencia se explica mejor con el adendum Santos a la versión popular: un candidato inocuo era útil a los grandes jefes regionales de una revolución que aún no se apagaba. Durante la elección extraordinaria de 1929, aparte de las campañas del PNR y de José Vasconcelos, el país seguía atravesado por la Guerra Cristera y, en la capital, por el movimiento por la autonomía universitaria. Podría decirse que la política estaba en otra parte, no en la capital federal y no en la punta de la pirámide social. Importaba más Saturnino Cedillo quien con sus diez mil agraristas armados combatía a los cristeros de Gorostiza en El Bajío. Frente a ellos, Santos era sólo un legislador intrigante. Esta configuración del campo político mexicano estaba llena de riesgos y oportunidades. Por eso es creíble que Santos y otros hayan hecho oposición a la precandidatura de Aarón Sáenz. Y no fue la única ocasión. De acuerdo al huasteco, Calles trató de imponer a Alberto J. Pani cuando Ortiz Rubio renunció y La Silla quedó vacante nuevamente. De nuevo, la cábala de políticos cada vez más profesionales, generales con prestigio y caciques regionales, impusieron a otra persona: Abelardo L. Rodríguez. Lo hicieron en las cámaras aunque se compraron el seguro de la comandancia militar de México –por si Calles se oponía. (Véase la reseña de Luis Medina, Política & Gobierno, CIDE, 1999, Liga 2.)

Las dos anécdotas reflejan un pluralismo que se perdería décadas más tarde, pluralismo que no sólo es creíble sino razonable (Calles no era un demiurgo ni un semidiós como el novelista Guzmán lo quiso retratar). Ambos episodios acreditan lateralmente otra anécdota de la Vida Azarosa. Este cuento dice que un día llegó al Congreso una propuesta para comprar unas dragadoras que ayudarían a modernizar los puertos de Veracruz y Coatzacoalcos. Al escritorio de Santos llegó también un sobre con un crecido soborno. Con base en su “tajada” el potosino calculó las del presidente y otros, hasta darse cuenta de que el “negocio” sería tan grande que nadie podría ocultarlo. Aparte, pidió a un amigo que fuese a Nueva Orleans a investigar el estado de la maquinaria que se compraría. El reporte fue devastador. Se vendían a México máquinas viejas y en mal estado a peso de oro. Con estos datos, nuestro cínico se dirigió a Chapultepec para entrevistarse con el presidente. Luego de exponerle lo que había descubierto, Santos le explicó por qué él no iba a colaborar: Usted ya logró sentarse en la silla, yo no. Cuando este escándalo estalle, Usted ya no tiene qué perder. Yo, en cambio, quiero seguir en el juego. Santos toma la decisión correcta por las razones equivocadas. Hace el bien (evita una corruptela) con un mal propósito (avanzar su ambición personal). Pero el resultado es beneficioso para la cosa pública. Comparemos con el México contemporáneo en donde nos ha tomado casi una década hacer las cuentas del fraude de la planta de nitrogenados comprada por Pemex al ciudadano Ancira –y aún no sabemos cómo van a salir las cuentas de la reparación del daño.

Este es Santos el prudente. Pero la Vida Azarosa nos recuerda que el monstruo era temible. Eventualmente, con el apoyo del presidente Ávila Camacho logró ser el primer gobernador de seis años en su Estado. (Jocoso y diabólico, dice que hubo que torturar un poco a la Constitución, pero esta no se quejó.) Ya al frente de la nave de su estado, sembró la vida pública de anécdotas violentas y hechos notables. Una de las primeras cuenta que llegaron a Palacio unos ejidatarios quejándose de que, al ir a vender sus productos a la ciudad, sus hijas eran violentadas sexualmente por ladrones a la entrada del área urbana, por el panteón de El Saucito. El gobernador ordenó que no enviasen a las muchachas por unos días y ordenó vigilar la zona. Identificados los agresores, ordenó que las muchachas viajasen de nueva cuenta. Cuando los ladrones iniciaron su hostigamiento, les cayó la policía y un agente del ministerio público quien, in situ, abrió su averiguación previa, recibió los testimonios de las víctimas –no sólo de los hechos documentados en flagrancia sino de todos los previos– y … No. No consignó a juez penal. Allí mismo, el MP ordenó fusilar a los malhechores (según le instruyó el Gobernador). Santos cuenta que al día siguiente reunió a los notables de la capital, hasta al obispo católico. Les relató lo realizado. Les preguntó qué habrían hecho ellos si sus hijas hubiesen sido ultrajadas (menos al obispo, por supuesto). Todos dijeron que lo mismo. Y nadie dijo más nada.

En otra ocasión, Santos prometió a un gobernador amigo mandarle trabajadores baratos para terminar alguna difícil obra pública. En realidad, serían gratuitos. Mandó construir una desviación de la línea férrea hasta la penitenciaría y abrir una puerta provisional. Cargó en el tren a los presos y los mandó a la obra de su cuate. Algunos abogados promovieron amparos y el Juez de Distrito admitió las demandas y otorgó las suspensiones. Santos habló a la Suprema Corte y el juez fue “promovido” a otra plaza.

Sospecho que la diferencia entre el México de los 1940 y el de nuestros días es el contexto general. El país salía de una era caótica y no conocía qué era eso de vivir “bajo el imperio de la ley”. Contrario a la URSS, adonde el estalinismo había creado un intrincado mecanismo de tribunales populares y leyes que llevaban minuciosos registros de los hechos sociales (por eso Khruschov pudo rehabilitar a miles de perseguidos y eliminar a Beria), en el México postrevolucionario sólo los fifís accedían regularmente a las cortes. Los más pobres aplaudían más el ajusticiamiento que la justicia (y las labores de policía en la aún inmensa sociedad rural las llevaban a cabo los pequeños cuerpos de defensas rurales reclutadas entre ejidatarios agraristas adictos a un régimen de caciques del estilo de Santos). Así las cosas, la política abierta fácilmente provocaba incendios sociales, lo que a su vez justificaba el abuso de la fuerza … hasta que todo mundo se cansó y aceptó la terrible noción de que “el que se mueve no sale en la foto”. En los 1970, a quien se movió el Ejército lo mató en caliente –con un estilo que acaso haya helado la sangre del mismo Santos (¿alguien le preguntó?).

Cuando México despertó del sueño autoritario ya no había caciques à-la-Santos, pero tampoco defensas rurales. Tampoco había policías profesionales, ni buenos fiscales, ni aparatos de justicia. Y ese inmenso vacío de poder territorial lo llenaron unos miserables comerciantes de contrabando –quienes en el caos se armaron hasta los dientes. Eso sí, hoy somos más educados y decentes que en los días del cacique cínico. Nos alarman las violaciones de derechos humanos. Exigimos que se respeten las suspensiones en los juicios de amparo. Pero aún no vemos claro que se haga justicia. Y en el rincón más oscuro de nuestras almas, anhelamos el ajusticiamiento. Por eso nos fascina Gonzalo N. Santos –ese tecolote de brujo. Convoquémosle, entendámosle y exorcisémosle.

Ligas usadas en este texto:

Liga 1: https://d3atisfamukwh6.cloudfront.net/sites/default/files/files6/files/pdfs_articulos/pdf_art_6614_6069.pdf

Liga 2:
http://www.politicaygobierno.cide.edu/index.php/pyg/article/view/1071/903

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