No cabe duda: en México todo mundo habla de Venezuela y todos opinan sobre la posición que debería asumir el gobierno en este tema. La cuestión venezolana es un dardo envenenado, porque, haga lo que haga, el presidente encontrará oposición: si no condena a Maduro, será ferozmente criticado por sus detractores; si llegara a reconocer a Guaidó, un poderoso sector de Morena –empezando por la presidenta del partido, Yeidckol Polevnsky, Héctor Díaz Polanco, Gerardo Fernández Noroña y otros actores que se han manifestado abiertamente pro-maduristas y pro-chavistas– se sentiría agraviado.
Muchos se preguntan por qué el gobierno de México no hace un pronunciamiento enérgico que condene al régimen de Maduro y reconozca a Juan Guaidó. Y ante la aparente pasividad de la cancillería, algunos suponen que el presidente López Obrador apoya a Maduro porque piensa igual que él y simpatiza con él, y si no se decanta por Guaidó, ello es signo de que México va por la senda de la dictadura socialista.
Los opositores de López Obrador han enarbolado la bandera de Venezuela como si fuese una cuestión de política interna, y han erigido la cuestión como un asunto fundamental, un asunto de repercusiones nacionales. Todos hablan del tema, no sólo los políticos. En las reuniones familiares, en los restaurantes y cafés, la gente toma partido: los que apoyan a AMLO y los que se oponen a él. A eso se reduce todo, y por eso sostengo que la cuestión venezolana se ha convertido en un asunto interno para México. Condenar a Maduro significa oponerse a AMLO, y oponerse en un tema que se considera de la máxima importancia: los derechos humanos. Se argumenta, con cierta lógica, que si AMLO no desconoce a Maduro, en el fondo está manifestando desprecio por los derechos humanos, avalado falazmente por la cláusula constitucional que lo obliga a observar el principio de no intervención.
Por un lado, el gobierno ha fundado su postura frente a Venezuela en el principio de no intervención, que es una de las directrices normativas que regulan la conducción de la política exterior: si el gobierno mexicano reconociera a Guaidó, estaría violando este principio, y por lo tanto estaría violando la Constitución; y, por otro lado, el mismo artículo 89, fracción X, establece que al dirigir la política exterior, el presidente debe observar el principio de respeto, protección y promoción de los derechos humanos, y puesto que en Venezuela hay una situación sobre la cual la comunidad internacional ha acusado graves violaciones de derechos humanos, el gobierno mexicano debería desconocer a Maduro, y si no lo hiciere estaría avalando la violación de tan importantes derechos, y en consecuencia estaría contraviniendo la Constitución. Por eso digo que la cuestión venezolana es un dardo envenenado. Si el presidente reconoce a Maduro, muchos opinarían que viola la Constitución; si el presidente desconoce a Maduro, otros tantos sostendrían también que viola la Constitución. ¿Qué es lo que el presidente debe hacer?
La oposición se aprovecha de la aparente pasividad de López Obrador para atacarlo: ya no se trata de una preocupación genuina por Venezuela –o quizá sí, aunque en muchos casos lo dudaría–, sino de la ocasión idónea para denostar al presidente y vapulearlo. Por eso sostengo que la crisis de Venezuela, que debería ser un asunto de política exterior, se ha convertido en una cuestión interna.
En mi opinión, el gobierno mexicano debe actuar con prudencia y sin dejarse presionar. Si yo fuera el presidente –yo–, estaría tentado a reconocer a Guaidó, pero quizá no lo haría, no porque simpatice con Maduro, qué va, sino por las siguientes razones:
Tenemos en Venezuela una situación caótica. Las elecciones de mayo de 2018 dieron a Maduro el triunfo a pesar de que dichas elecciones fueron consideradas fraudulentas por la oposición venezolana, aunque, hay que decirlo, la comunidad internacional no fue especialmente adversa con Maduro; tan es así, que ni Estados Unidos ni Francia ni la Gran Bretaña –por mencionar algunos de los países que hoy han reconocido a Guaidó– rompieron relaciones con Venezuela, y con ello convalidaron de facto las elecciones del 20 de mayo de 2018. No es congruente que, aun cuando en el discurso hubiesen desconocido las elecciones, en un segundo momento y varios meses después reconozcan a una persona que se autoproclamó presidente encargado de Venezuela. No estoy diciendo que las elecciones de mayo de 2018 en Venezuela no hayan sido fraudulentas: muy probablemente sí lo fueron; ni estoy defendiendo el régimen de Maduro; tampoco me estoy pronunciando contra la persona de Juan Guaidó –hay que reconocer su valentía y coraje al proclamarse presidente, a pesar de saber que su vida, su integridad física y su libertad están en riesgo–, ni estoy mostrando indolencia ante la grave crisis humanitaria que se vive allá; estoy subrayando el hecho de que la comunidad internacional mantuvo relaciones regulares con Venezuela y su presidente después de las elecciones de mayo de 2018.
Intentemos entender la situación con objetividad. Guaidó, invocando la Constitución Bolivariana, quiere dar a Maduro medicina de su propio chocolate y aducir la falta total del presidente –elecciones fraudulentas y violación sistemática del estado de derecho– para proclamarse como presidente encargado, según establece la Constitución. Sin embargo, la Asamblea Legislativa que Guaidó preside, no existe de facto y probablemente tampoco de iure, por más que haga valer la cláusula de inviolabilidad constitucional –artículo 333–; así que, aun cuando invoque a la propia Constitución Bolivariana, su proclamación no puede producir efectos jurídicos. Eso no quiere decir que yo esté simpatizando con el régimen dictatorial de Maduro. Simplemente estoy diciendo las cosas como son.
De acuerdo: las elecciones de mayo de 2018 pudieron haber sido fraudulentas; de acuerdo, varios países, entre ellos Estados Unidos, no las reconocieron; de acuerdo, aun imponiendo sanciones económicas a Venezuela, Estados Unidos y casi la totalidad de sus aliados, mantuvieron relaciones diplomáticas regulares con Venezuela tras dichas elecciones, una Venezuela en la que no existía ni de facto y muy probablemente ni de iure, una Asamblea Legislativa presidida por Guaidó, porque, de iure, bien o mal, dicha asamblea había sido disuelta en 2017 y sustituida por una Asamblea Constituyente, que hasta la fecha sigue en funciones.
Así las cosas, y ahora que de facto existen dos presidentes en Venezuela, el gobierno mexicano debe guardar distancia y esperar a que esta situación sea resuelta internamente. Reconocer a Guaidó como presidente no abonaría a este propósito, menos aún si tenemos en consideración lo que acabo de señalar sobre su legitimidad. Moralmente podrá asistirle toda la razón a Guaidó –de hecho creo que le asiste y hay que reconocer su aplomo; probablemente sea la única manera de desmantelar el régimen de Maduro–, pero jurídicamente parte de la inexistencia de la Asamblea que él supuestamente preside. La invocación a la Constitución Bolivariana, particularmente en lo relativo a su inviolabilidad, fue una idea que, según varios medios norteamericanos, se la dijo de viva voz el vicepresidente Michael Pence por vía telefónica la noche previa a que Guaidó se proclamara presidente encargado. Pero aun cuando no hubiere sido idea del gobierno de Estados Unidos –si es que lo fue–, eso no cambiaría en absoluto la situación.
La posición conjunta de los gobiernos de México y de Uruguay es esta:
«Los Gobiernos de México y Uruguay urgen a todos los actores a encontrar una solución pacífica y democrática frente al complejo panorama que enfrenta Venezuela. [Los Gobiernos de México y Uruguay] Impulsan un nuevo proceso de negociación incluyente y creíble, como fue propuesto por el Secretario General de la ONU, con pleno respeto al estado de derecho y los derechos humanos. México y Uruguay reafirman su compromiso, apoyo y disposición para trabajar conjuntamente en favor de la estabilidad, el bienestar y la paz del pueblo venezolano.»
Podría parecer esto una tibieza para Trump y los aliados de Estados Unidos, y para los opositores de López Obrador, pero yo creo que es una posición sensata, más sensata que la del papa, quizá. ¿Qué dice el pontífice? El pasado domingo habló por primera vez del tema:
“Aquí en Panamá he pensado mucho en el pueblo venezolano al que me siento particularmente unido estos días. Ante la grave situación que atraviesa, pido al Señor que se busque una solución justa y pacífica para superar la crisis, respetando los derechos humanos y deseando el bien de todos los habitantes del país”.
Y claro, muchos reprocharon al papa que con su tibieza estaba convalidando la dictadura de Maduro. Y la verdad es que no. Ya en el avión de regreso a Roma, el papa expresó que le «asusta un posible derramamiento de sangre en Venezuela», y ofreció mediar. Uno de los periodistas que viajaban en el avión le preguntó si reconocería a Juan Guaidó como presidente, a lo que el papa contestó: «sería una imprudencia pastoral y haría daño ponerse de la parte de unos países o de otros… Tengo que ser equilibrado. No me gusta la palabra equilibrado. Tengo que ser pastor. Y si necesitan ayuda, de común acuerdo, que la pidan. Eso sí.»
En esencia, el gobierno mexicano dijo lo mismo, porque, en efecto, existe el riesgo de que la situación pueda degenerarse en una guerra civil. Veamos este otro comunicado de los gobiernos de México y Uruguay:
«Los Gobiernos de México y Uruguay hacen un llamado a todas las partes involucradas [en el conflicto de Venezuela], tanto al interior del país como al exterior, para reducir las tensiones y evitar una escalada de violencia.»
Las palabras del papa y la postura conjunta de México y Uruguay podrían parecer faltas de compromiso. Acción Nacional, que ha sido el partido más crítico del gobierno mexicano, reprocha a López Obrador que no tome partido por Guaidó. La cosa es más compleja. Quizá los que aquí en México simpatizan con Guaidó creen que toda Venezuela abomina a Maduro; pero la verdad es que Maduro sigue gozando de un gran apoyo popular. No se puede decir que Venezuela entera quiera a Maduro fuera. El país está muy dividido: son millones los que le apoyan, y eso no puede pasar desapercibido: por eso no es aceptable una solución como la que plantea Estados Unidos. La crisis de Venezuela debe ser resuelta por los venezolanos con mediación y observación –que no intervención– internacional. Maduro tendrá el poder mientras cuente con un amplio apoyo popular y el respaldo de los militares. Hoy por hoy, tiene estos dos elementos a su favor. Haciendo un símil y guardando toda proporción –el presidente mexicano desde luego no es un dictador ni ha atentado contra los derechos humanos–, es como si quienes no votaron por AMLO quisieran a AMLO fuera y para ello alguien se proclamara presidente y fuera reconocido por Estados Unidos y otros países –el mismo AMLO se autoproclamó presidente legítimo en 2006, pero nadie lo reconoció; menudo problema si la comunidad internacional lo hubiera reconocido–. Nosotros diríamos: momento, este es asunto nuestro y nosotros lo vamos a solucionar. Pero si el hipotético presidente autoproclamado empezara a ser reconocido por muchos países, entonces se crearía una crisis de proporciones dantescas.
Para terminar, y adelantándome a las críticas de muchas de las personas que leerán este artículo: no estoy a favor de Maduro, lo digo por enésima vez. Creo que es un dictador al que no le ha temblado la mano para reprimir a su pueblo y que ha violado gravemente los derechos humanos. Creo que Venezuela, considerando su casi ilimitada riqueza petrolera, debería tener estándares de vida tan altos como los de Finlandia o Noruega, pero es precisamente por la corrupción, el populismo y la brutalidad del régimen que, en vez de eso, están sumidos en la pobreza y en medio de una de las mayores crisis humanitarias de lo que va del siglo. Ninguna simpatía para Maduro. Pero, insisto, me parece que la posición del gobierno mexicano en este tema es la correcta.
No se trata de ver si México se alinea con Putin, Erdogan o Xi Jinping, por un lado; o con Trump, Macron y Bolsonaro, por otro lado, como si sólo existieran esas dos posibilidades. Se trata de Venezuela y de nuestros hermanos venezolanos. Utilizar la desgracia de esa nación con fines políticos aquí en México, sólo para denostar al presidente y a su gobierno, es, en el fondo, una actitud ruin.