La sola idea de una nueva Constitución pone a muchos al borde de un ataque de nervios. Nunca nadie se ha atrevido seriamente a plantearla, porque sería tanto como repudiar la Revolución. Por eso el PRI, que es el partido “Revolucionario Institucional”, es decir, el instituto político cuya razón de ser es la misión –por cierto fallida– de desplegar en el devenir histórico la Revolución, jamás lo habría ni siquiera sugerido: sería una blasfemia. El PAN tampoco, porque, como bien dijo Ricardo Anaya en repetidas ocasiones durante la campaña, e incluso en los debates televisados, el PAN cuando llegó al poder cayó en la maquinaria constitucional y se “priizó”, lo cual significa que incurrió en las malas prácticas del sistema: se convirtió en un PRI azul –conste que eso es lo que dio a entender Anaya, que no yo–. Así llegamos a una paradoja: quienes a lo largo de nuestra accidentada historia, especialmente en las últimas tres o cuatro décadas, se han dedicado a violar una y otra vez la Constitución, serían los primeros en saltar a defenderla con la espada desenvainada. Más aún si la propone el tan temido enemigo: Andrés Manuel López Obrador. Pero independientemente de quién la proponga, ¿de verdad México necesita una nueva Constitución?
Desde que yo era estudiante de Derecho en la Universidad Iberoamericana, a principios de los 90, y durante mi trayectoria como profesor de Derecho Constitucional desde 1996, siempre me pronuncié por la necesidad de una nueva Constitución. Algunos de mis colegas, refutando el argumento según el cual eran demasiadas modificaciones las que había sufrido el texto fundamental, argüían que un nuevo ordenamiento también se reformaría, pues la Constitución no es un texto pétreo, inamovible, sino dinámico, que se transforma para dar respuesta a los desafíos que impone la historia. Si bien el número de modificaciones que ha sufrido nuestra Constitución es tremendo y podría decirse que se trata de parches sobre parches, esa no es la principal razón por la que creo que necesitamos una nueva. La razón está en nuestra historia y en la situación en la que actualmente nos encontramos.
La Constitución que actualmente nos rige sólo tiene sentido como la gran conquista de la Revolución. Y esta gran conquista no es sino la caída del régimen porfirista, una dictadura que privilegió a los grandes terratenientes y a los grandes capitales, entre ellos los extranjeros, principalmente ingleses, franceses y estadunidenses. Mientras el gobierno hacía todo lo posible para que la riqueza se concentrara en unas cuantas familias, la mayor parte del pueblo estaba sumido en la miseria y oprimido por un sistema brutal. Todos sabemos que en las ciudades los obreros trabajaban en condiciones casi de esclavitud: jornadas interminables, salarios de miseria, tiendas de raya; y sabemos que en el campo las cosas no eran mejores, que los campesinos estaban sometidos a un sistema de explotación inhumano y salvaje, prácticamente feudal. El gobierno vivía en la arrogancia y en la frivolidad de la moda francesa y los señoritos y damas de la sociedad se sentían más próximos y ligados a Europa que a México. El gobierno reprimió todo indicio de rebelión (Cananea en 1906, Río Blanco en 1907), todo asomo de democracia y cualquier signo de libre expresión. Es cierto que a cambio hubo una cierta industrialización y que durante el gobierno de Porfirio Díaz se construyó infraestructura portuaria y ferroviaria como nunca antes en la historia, pero este progreso no compensó en modo alguno la terrible injusticia del sistema.
El gobierno de Díaz no pudo sostenerse ante el reclamo democrático de Madero. Y ya sabemos lo que pasó después: traición, encono, ideologías, actores… todo salió de control y México se vio sumido en la peor guerra interna de su historia.
La Constitución de 1917 fue el emblema de la nueva era: las conquistas de los trabajadores se consagraron en el artículo 123; las reivindicaciones de los campesinos, en el 27; la separación de la iglesia y el Estado, en el 130; la educación gratuita, en el 3; la soberanía popular, en el 39; la forma de Estado federal y de gobierno republicano y democrático, en el 40; la igualdad, en el 1… y muchas otras conquistas más. La Constitución de 1917 fue considerada la primera de carácter social en el mundo, antes que la Constitución soviética, que todavía tardaría algunos años. La Revolución Mexicana fue un mar de sangre y de crueldad, el altísimo precio que los mexicanos tuvimos que pagar para supuestamente conquistar la justicia, la igualdad y la libertad; y digo “tuvimos”, no porque yo haya estado ahí, pero sí mis abuelos paternos, y mis bisabuelos maternos. Una inmensa mayoría de los mexicanos tiene ancestros que fueron fusilados o que padecieron hambre, sed e injusticia durante aquellos años convulsos.
Los años posteriores a 1917 también fueron inciertos. Muchos jefes revolucionarios pensaron que tenían el derecho de gobernar el país, para hacer realidad la Revolución. Ese era el meollo del asunto: que las conquistas de la Revolución se hicieran realidad para todos los mexicanos. Todavía recuerdo a mi bisabuelo o a mi abuela decir la expresión, cuando alguien recibía algún beneficio del Estado: “ya le hizo justicia la Revolución”. Y para asegurarse que la Revolución jamás retrocediera, alguien pensó que debía institucionalizarse en un partido político hegemónico. Sólo así habría justicia para todos. Plutarco Elías Calles tuvo la visión de institucionalizar la Revolución mexicana y creó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que, bajo Lázaro Cárdenas adoptaría el nombre de Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, finalmente, bajo Ávila Camacho se convertiría en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Así, no importaba quién fuera el presidente, ya no sería una cuestión de caudillos, sino una cuestión institucional: la Revolución institucionalizada en un partido y anclada en la mítica Constitución de 1917. Pero las cosas salieron tan mal, que hace unos meses Enrique Peña Nieto sugirió que el PRI, si quería sobrevivir, cambiara de nombre, pues “la marca PRI” estaba muy desprestigiada.
El PRI perdió frente a la historia cuando cambió su antecedente revolucionario y aplicó las políticas neoliberales. Eso sucedió a partir del gobierno de Miguel de la Madrid. No estoy diciendo que las cosas antes de él estuvieran bien, de hecho los dos sexenios anteriores –Echeverría y López Portillo– fueron desastrosos; pero sí fue claro que el PRI cambió de enfoque y perdió su esencia nacionalista y la sustituyó por una política aperturista, de libre comercio, bajo el supuesto de que, para repartir la riqueza, primero había que crearla, y para ello había que favorecer a los grandes capitales y había que privatizarlo todo. Parafraseando el motto del laborismo inglés, el PRI ya no gobernó for the many, sino for the few. Y no es que fueran una camarilla de malvados; el mundo entero estaba cambiando y se estaba abriendo: ni China ni la Unión Soviética fueron la excepción.
Al perder los ideales revolucionarios de justicia social, el PRI de algún modo se traicionó a sí mismo. Tan es así que José López Portillo, en plena “bonanza” del sexenio de Salinas –lo de bonanza es sarcasmo, pero sí, en efecto, hubo un periodo de mucho optimismo durante ese sexenio– se atrevió a criticar al gobierno y auto-proclamarse como “el último presidente de la Revolución”. En la segunda mitad de los años 80, un sector del PRI fiel a la Revolución se escindió, fundó lo que fue el antecedente del PRD y ganó la elección de 1988 con Cuauhtémoc Cárdenas, pero un fraude orquestado por Manuel Bartlett le quitó el triunfo. Es decir, el PRI neoliberal le hizo fraude al PRI fiel a la Revolución, a través del entonces secretario de Gobernación, que al parecer se ha redimido en las aguas purificadoras del lopezobradorismo, porque hoy es el director general de la CFE.
El PRI fiel a la Revolución no se extinguió. De acuerdo, no digamos el “PRI fiel a la Revolución”, el PRI nacionalista, el PRI que gobernaba con un sentido social; digamos que hubo políticos que pertenecían al PRI que no estuvieron de acuerdo con los políticas neoliberales que se empezaron a aplicar desde 1982. Esos políticos no podían aceptar un gobierno que privilegiara a los grandes capitales y dejara a su suerte a las grandes masas. Al caer la hegemonía del PRI con el triunfo de Fox en 2000, muchos mexicanos pensaron que finalmente llegaría la prosperidad. Había una inmensa fe en la nueva era democrática. Pero después de dieciocho años de alternancia, los resultados han sido desastrosos: no sólo la terrible pobreza y desigualdad, sino la violencia, el crimen organizado y la corrupción. México se hartó. Los electores manifestaron su voluntad en la pasada elección del 1 de julio votando masivamente por Andrés Manuel López Obrador. Se decía que en el norte no tenía fuerza, que sólo los estados pobres del sur lo seguían; pero la votación fue contundente: AMLO fue el candidato que más votos obtuvo en todos los estados, con la excepción de Guanajuato (ahí obtuvo más votos Anaya).
Para bien o para mal, el nuevo gobierno está decidido a exhibir las malas prácticas y los defectos del anterior régimen, aún bajo el riesgo de incurrir ellos mismos en dichas prácticas. Cuando los morenistas se refieren al PRIAN, lo que están señalando no es que el PRI y el PAN sean lo mismo, sino que tanto los gobiernos panistas como los priístas han sido neoliberales. El lopezobradorismo atribuye los males que nos aquejan al neoliberalismo, y en parte es verdad que las políticas neoliberales son responsables de la injusticia y la desigualdad que hoy prevalecen, eso no se puede negar. Ante los datos duros, no hay nada qué decir.
Según el Índice de Pobreza que publicó el Banco Mundial en 2016, 87.7 millones de mexicanos viven con menos de 20 dólares al día. Usted pensará que 20 dólares es mucho, o al menos suficiente, y yo le diré que no. 20 dólares equivalen a menos de 12 mil pesos mensuales, y con eso una madre o un padre de familia apenas saldrían airosos en el intento de proveer de lo indispensable a los suyos. El salario mínimo federal en los Estados Unidos es de 7.25 dólares la hora. En algunos estados, como California, se pagan hasta 11 dólares la hora. Usted dirá que es otra escala de economía –es verdad–, y que no cabe la comparación, pero en términos absolutos, aquí en México el equivalente de 20 dólares diarios apenas alcanza para sostener a una familia de, digamos tres miembros.
Unos 87.7 millones de mexicanos se las arreglan con menos de 20 dólares diarios. Pero, ojo, hay quienes llegan casi a los 20, pero hay muchos que apenas ganan 2 dólares al día. “Ganar” 2 dólares diarios es un eufemismo. De los más de 87 millones que perciben menos de 20 dólares diarios:
- 15.2 millones de personas obtienen menos de 2 dólares por día, lo que técnicamente se conoce como Pobreza Extrema.
- 18.4 millones de personas perciben más de 2 dólares, pero menos de 5 dólares por día, lo que técnicamente se llama Pobreza Absoluta (el salario mínimo general en México es de alrededor de 5 dólares diarios, es decir, un salario de Pobreza Absoluta, según las categorías que utiliza el Banco Mundial).
- 21.7 millones de personas perciben más de 5 dólares, pero menos de 10 dólares por día, lo que técnicamente se denomina Pobreza Relativa.
- 32.4 millones de personas perciben más de 10 dólares, pero menos de 20 dólares por día, lo que técnicamente es pobreza.
El régimen constitucional que surgió de la Revolución ha sido incapaz ante la pobreza y la desigualdad. No hay argumento ni reflexión que valga. Los gobiernos neoliberales, que se alejaron del espíritu de la Revolución e incluso la renegaron, han presentado resultados desastrosos como los que le acabo de compartir. Y ya ni hablemos del crimen y la violencia. Los gobiernos, anclados a la Constitución de 1917, han tenido el margen suficiente para saquear al país, para erigir a la corrupción como el sistema y para condenar a la pobreza a millones de mexicanos. Ya sé que se dirá que no es culpa de la Constitución, sino de los gobernantes, y que no hay razón suficiente para redactar una nueva Constitución.
No importa si la propuesta viene de AMLO o de Dios o del demonio; México necesita re-fundarse, re-inventarse, re-hacerse, re-constituirse. Es inconcebible que en un país tan rico como el nuestro exista tanta miseria y desigualdad. Es inconcebible, es injusto y es inmoral. Y para re-fundarnos, re-inventarnos, re-hacernos y re-constituirnos hará falta, sin duda, una nueva Constitución.
@VenusReyJr