Nunca será lo mismo encontrar vestigios arqueológicos mayas, fragmentos de cuerpos prehispánicos, que cadáveres recientes enterrados clandestinamente por las propias autoridades. Los muertos actúan, los muertos siguen hablando después de no existir, especialmente en países donde la vida es un albur que juegan los depredadores de la población, es decir sus propias autoridades (así se les llama a quienes dicen gobernar) para seguir medrando con seres humanos, que ellos confunden con el botín del cual se enriquecen sin saciarse nunca. Qué van a saber de un hijo desaparecido o de una hija violada ocupados como están en enriquecerse (la palabra se parece a Enrique). ¿En qué país habitamos? Uno en el que las propias autoridades declaran 21 mil 857 asesinatos de enero a agosto de este año, paralelamente a ello la deuda del sector público federal tiene un aumento de más de 4 billones de pesos durante el sexenio de Peña Nieto.
Los cadáveres mayas encontrados en Teotihuacan muestran nuevos conocimientos antropológicos y arqueológicos. Los cadáveres de los muertos más recientes hablan de otras circunstancias, las que corresponde indagar a las poblaciones del siglo XXI, aunque no sean antropólogos ni arqueólogos. La búsqueda de los jóvenes que desaparecen a manos de autoridades o delincuentes (cada vez la diferenciación resulta más nebulosa) no sólo es tarea de las ciencias sociales, implica a la ciudadanía en general, quien por cierto debería ser apoyada por toda clase de científicos, por más que (en lo general) la Academia se siga envileciendo comportándose como si no pasara nada afuera de sus propias rutinas. Pero mejor hablemos de algo ocurrido hace cincuenta años, la masacre que un gobierno priista cometió un dos de octubre contra la población (aunque obviamente se trata de muertos muy diferentes a los mayas). 1968 “año de las muchas primaveras” tituló La Jornada semanal su primera página. En ese año axial se definieron muchos rumbos, algunos prosperaron, otros no pero no importa, se superó un límite: el de el más insoportable de los autoritarismos. Bastó ya de la “última palabra” de los padres del país y de toda clase de instituciones. Por supuesto no ha desaparecido el autoritarismo pero ahora por lo menos se le puede denunciar a voz en cuello (aunque algunas veces de poco sirva). Los poseedores de la “última palabra” están en crisis. Si la realidad es tan diversa como podamos imaginarla, las últimas palabras sobre ella sólo son un estorbo por más que las pronuncien los “que sí saben”. Lo diverso lo entendemos casi todos, incluso los niños y los más jóvenes. Si los llamados expertos se han equivocado de la manera en que lo hacen, por qué no intentar otras definiciones. El nuevo aprendizaje es que todos podemos equivocarnos, pero también todos podemos reflexionar acerca de por qué no debe ser eterna la depredación. Los infalibles han fallado cotidianamente, tanto se han equivocado destruyendo a millones de seres humanos que hoy las opciones para corregir sus yerros se multiplican. Lo más antiguo y lo más novedoso ganan su derecho a intentarlo todo, solamente se trata de actuar con la sabiduría suficiente como para no empeorar las cosas. La vida de un país se merece los mejores intentos, habrá que actuar sin temor a las equivocaciones.
El hartazgo vuelve filósofos a quienes lo padecen. Todo mundo tiene derecho a preguntarse por qué las cosas son como son. Si se sigue pensando en ello alguna vez sabremos cómo liberarnos. Por lo pronto basta de PRI y de PAN. Dos de octubre no se olvida. Si todo tiene un límite, la vigencia de la vida continúa siendo sin límite. Habrá que descubrirlo.