La espera. Autor Luis Sánchez.

“y mira cómo es esto de la vida, corazón

sin llegar a tener nada puedo tenerte una canción

para contarte que hay misterios más profundos por aquí

al pie del cañón

y que no mueren tan en vano los segundos por aquí

al pie del cañón”

Franco Narro, Al pie del Cañón

Por esos días Dante ya podía hablar de un retorno a la normalidad. Era probable aún encontrarse a Susana un poco ida en el pasillo, o verla a través de la ventana de su departamento recargada con un brazo en la mesa, la mirada perdida, quizá a la espera de la noticia que Tulita les llevaría esa tarde; pero igual Dante ya la volvía a ver a ella, a la que fue, a la que sólo bastaba el aire para estar tranquila, justo ahí leyendo una revista, o platicando con alguna vecina acerca de la horrorosa sequía, del tiempo infernal a pesar de tantos días nublados.

Los gritos lúdicos de Tulita los solían escuchar en contrapunto con el de otras niñas en el parque, pero esa tarde no eran acompañamiento de fondo, esa tarde traían la noticia de una aparición. Dante supuso que él también esperaba sin esperar ese día; la posibilidad estaba, moribunda y mínima; pero palpitante aún.

Cuando abrió la puerta ya Susana había alcanzado la calle para interrogar a la niña. Tulita estaba agitada por la carrera, el pregón y la excitación en la que Dante adivinó una emoción hermana de la de Susana, e incluso, toda proporción y sutileza guardada, de la de él.

            Antes de emprender la carrera al parque tras la niña, que ya le daba la espalda, Susana miró a Dante con una expresión de incredulidad y asombro: tantas noches de insomnio, tantas lágrimas secretas y desenlaces construidos en la mente, todo estaba vertido en ese gesto.

            Llegados al parque notaron en la contrariedad de la niña que Marco ya no estaba. Es que ella lo había visto ahí, en la banca tras el resbaladero, parado nada más, y miraba al cielo, y parecía como que reía. Las otras niñas ratificaban el testimonio de Tulita, agregaban que era como si Marco quisiera agarrar algo en el aire, porque levantaba la mano y movía los dedos, pero no había nada.

            Un trueno interrumpió a las chiquillas que se dispersaron al cabo hacia sus casas. El viento había arreciado y Dante percibió el olor de tierra húmeda. Luego del descenso de algunas gotas aisladas, él y Susana se vieron envueltos por una gruesa cortina de lluvia, bajo la cual ella emprendió una frenética carrera. Él la siguió desconcertado antes de percibir a lo lejos una silueta que caminaba de espalda a ellos. Era de verdad una obsesión querer ver en esa figura a Marco, bajo esa bruma líquida apenas y podría distinguir a Susana que se movía a un par de metros delante de él.

La silueta dio vuelta en una esquina y para cuando Susana y Dante doblaron hacia esa misma calle aquella había desaparecido. Algo desde muy adentro le decía a Dante que eso sucedería: la figura se había esfumado acaso tras la puerta de su casa; o tal vez, como hubiera dicho Marco, había encontrado el acceso a esa otra dimensión extraña.

Pero igual Susana permaneció un instante emocionada, estática como cuando jugaba al congelado con Tulita, como si al fin lo hubiera visto a Marco. Dante percibió en ella una tranquilidad de conciencia, de dejar ir; la vio al cabo levantar el rostro, cerrar los ojos y suspirar de alivio. Entonces, fue un impulso también de muy adentro, Dante franqueó la distancia mínima que siempre quiso franquear, la abrazó con fuerza, como si la quisiese hacer parte de sí mismo. Ella correspondió el abrazo con la misma energía y él tuvo la certeza de que, jamás, ninguna fantasía rosó siquiera esa experiencia. El toque, esa cercanía con el cuerpo de Susana lo colmaba todo ¿Y no era probable que el consejo último de Marco no fuese fruto de la locura? Quién era él para sentenciar que Marco no había podido salir de “flatland”, o que fuese imposible que justo en ese instante los tuviera a ambos, Dante y Susana, asidos del píloro, insistiendo desde aquél otro lugar.

3 años atrás

Dante llegó al edificio de la Moderna antes que ellos. Un lugar tranquilo y céntrico, con un parque y abarrotes a media cuadra, a tres de la avenida principal, por dónde corría la línea 4 del metro. Le mostró primero a Susana las bondades de la zona, luego, sin mucha gana, se las mencionaría a Marco.

            A ella la conocía desde antes, casi el tiempo exacto en que, como tantos otros, comenzó a cultivar el sueño de que lo quisiera. Susana los fue descartando a todos. Seductores, mirreyes, simpáticos y osados, nadie encontró la manera de ganar su atención. Dante perteneció a la tribu que le rindió culto a la distancia, en secreto irrelevante porque, era sabido y aceptado por todos, no había compañero inmune a los encantos de la adorada.

            El grado profesional los separó y la volvió a encontrar en una reunión muchos años después. Con ella el tiempo había sido orfebre, pero a él le había conferido de una apatía suficiente para poder abordarla sin reverencia. Hablaron de los días pasados y Dante notó que ella fue apática desde entonces. Ahora era una mujer en busca de refugio: la familia, algunos amigos, los vecinos, apretaban la tenaza que terminaría por desquiciarla o por hacerla ceder al buen y natural ciclo de las costumbres.

            Dante le habló de la Moderna pero nunca imaginó tenerla de vecina. Su ingenio no hubiera superado la realidad en la que Susana se supo introducir con sutileza: una más en los cotilleos mañaneros en torno a la camioneta del vendedor de fruta, en los juegos de las niñas en el parque; una presencia deliciosa de olores y sonidos en ese departamento otrora vacío: hotcakes, guisos a la cerveza o al vino tinto, café, golpes en la tabla de cortar, Björk, No te va a gustar, Julieta Venegas. No hubiera, pues, su imaginación superado el escenario de una paz violentada como al que dio pie Marco cuando se instaló en el C del edificio.

             Todos los días eran una posibilidad de coincidir en el camión urbano, donde se contaban las novedades de alguna serie o destrozaban la nueva película en cartelera. A veces era necesario rodear una cuadra para cerrar un tópico que había comenzado en la estación del metro. Susana le confesaba en esas caminatas que su estación favorita era el otoño, por las lluvias y los días nublados, pero sin frío; o él le decía que no había mejores hamburguesas que las de El chino en toda el área metropolitana. Luego Dante depositaba en el pasillo un hasta luego a manera de ofrenda y se despedía con un beso que jamás le alcanzaba a rosar la mejilla.

Alguna vez escuchó en el departamento de ella a la que luego supo era su madre; y en no pocas ocasiones a Tulita, la vecinita del edificio de enfrente, riendo a carcajadas por las peripecias de Shrek o comentando los colores que deberían usar para colorear el vestido de Elsa en el cuaderno de dibujo. Susana le profesaba un cariño pedagógico, varias veces Dante la oyó hacer la voz en falsete de una muñeca díscola, que se rehusaba a vestir de rosa y tenía el sueño de ser astronauta, para conocer de cerca a Casiopea.

            Por esos días la quietud del departamento C, el único vacío, era ya una premonición de crisis. Dante esperó siempre una llegada incómoda pero nunca imaginó la que trajo consigo Marco. El joven profesor de historia se describió a sí mismo como un sedentario al que de pronto le dio por conocer otros lugares, y aunque Monterrey no hubiera sido opción para él, un viaje anterior lo había enamorado de la ciudad.

            Mucho dijo Marco en la reunión de bienvenida que a Dante se le ocurrió organizar en su departamento: que Monterrey es una ciudad de emprendedores, que su industria y forma de vida ejemplo de una sana costumbre de refinamiento y prodigalidad, geográficamente le fascinaban sobre todo las áreas naturales que ceñían su zona conurbada. E insistía: su visita a las ruinas de la casa del general Almazán en Chipinque lo había decidido a la aventura.

            A Dante le pareció un Don Juan chilango, un sabiondo para el que en el fondo Monterrey no dejaba de ser una provincia. Con varias muecas cómplices Susana le sugirió a Dante que opinaba lo mismo, aunque esos gestos eran más bien una delgada línea de defensa a punto de ceder.

            Y esa fue de nuevo la realidad campeona sobre la imaginación de Dante. Que su relación con Susana hubiese discurrido a gotas y grandes intervalos, a distancias mínimas, pero sin toques, no la señalaba a ella incapaz de otra cosa. Por eso la sorpresa de verlos a Marco, Susana y Tulita jugando a las escondidas en el parque ¿Cómo habían llegado a eso?

            Varias semanas después, cuando ya se había curado de esa escena, la realidad fue más contundente. Dante escuchó a Marco y Susana llegar juntos al edificio, traían una plática animada y risueña. Pensó que quizá se habían encontrado por casualidad en alguna calle entre los departamentos y el parabús. Las voces de Marco y Susana retumbaron en el pasillo, pero sobre todo en su cabeza. Antes de despedirse, la escuchó proponer al nuevo inquilino tomar un café uno de esos días, ella le podría seguir hablando de la ciudad y de sus prodigios naturales; de hecho, también necesitaba colgar un estante y lo podía aprovechar para la cuestión. Marco por supuesto aceptó y se despidieron con un beso, luego el silencio que no fue el resto.

Dante asumió la nueva situación sin aspavientos. Cuando los veía a ambos en las áreas comunes del edificio los saludaba y proseguía su camino. Algunas veces coincidía con Susana en la calle y fingía, como ella seguramente, que todo era como antes de la llegada de Marco. Ahora era más frecuente escuchar a éste en el departamento de Susana que a Tulita, e incluso alguna vez encontró a la niña sola en las escaleras, una muñeca rubia en cada mano, discutiendo el dilema de qué ropa usarían para la fiesta de Yoyo mientras una tercera permanecía olvidada en un peldaño, la mirada muerta fija en el cielo gris, ya sin el sueño de visitar las constelaciones.

            Era muy difícil no seguir de cerca la actividad de la pareja en el edificio de la Moderna. Añádase la ubicuidad de las redes sociales, merced a las cuales Dante supo de las excursiones al parque natural la Estanzuela, donde Susana subió el encuentro feroz de un par de coatíes y a un Marco semidesnudo y feliz en medio del río. También el recorrido de matacanes, los rapeles y saltos en aguas profundas y turquesas; la caminata en las brechas de Chipinque, panorámicas de la ciudad y fijas de las ruinas de la casa del general.

            ¿Habrían ya formalizado la relación? Las redes y los muros callaban ese dato.

Al fin Dante prefirió no asomarse más a la vida de esos dos, cerró sus cuentas sociales en internet y se volcó a su trabajo y pasatiempos. Y como si esa decisión tuviese efecto fuera de él y el ciberespacio, poco a poco el silencio y la tranquilidad se hicieron en el pasillo, en las escaleras, en el departamento de Susana. Dante percibió la calma sólo hasta la noche en que se la topó en el metro, varios meses después.

La vio hermosa como siempre y un poco ida, recargada su cabeza contra el cristal de la ventanilla. Él la saludó y ella respondió con una alegría sincera y sorprendida, como si lo volviese a encontrar después de años.

Susana había perdido un poco su apacibilidad. Se le notaban un montón de sentimientos queriendo desbordarla bajo la cubierta de los gestos forzados. Dante le preguntó por sus excursiones con Marco. Susana suspiró antes de responder y en ello vio Dante una señal no sabía si buena o mala. Le dijo que no habían tenido suerte con el tiempo, que habían estado los días muy nublados y que eso como que desesperaba a Marco; que la última vez ella le propuso mejor ir a comer al centro y que eso como que no le había gustado a él.

-Es medio raro.

La expresión se le descompuso a Susana luego de esto último y tuvo que volver el rostro a la ventanilla, Dante cambió el tema y ella se lo agradeció con una sonrisa que la trajo de vuelta al metro.

Otro día Dante esperaba un taxi en la acera frente a los departamentos. Era una tarde soleada, con el termómetro por arriba de los 35º centígrados. Revisaba el correo electrónico en su celular cuando sintió una sombra pasar por detrás de él. Alzó la vista y vio a Marco en medio de la calle, en bata de dormir, el pecho descubierto, los brazos abiertos y la cara hacia el cielo. Suspiró hondamente y le dijo a Dante, sin mirarlo, que ojalá no tuviera el compromiso laboral esa tarde para poder subir el cerro del mirador. Luego, ya viéndolo, le preguntó si él lo conocía.

Dante le respondió que prefería la zona urbana. Marco hizo un gesto de repulsión y a la vez que caminaba de nuevo a su departamento le dijo que cómo era posible con tantos repugnantes vagabundos rondándola.

Ello era ya bastante raro, pero Marco dio media vuelta y miró a Dante con mucha atención y asombro, los ojos bien abiertos, como si éste fuera una aparición de otro mundo. Levantó una mano para precisar un razonamiento que enunciaría, pero al fin le dio la espalda a Dante y se perdió en el pasillo.

Era ya un hecho, la extravagancia de Marco seguro afectaba a Susana de una manera negativa. Aguijoneado por la curiosidad reabrió sus redes sociales. Luego de una búsqueda minuciosa en ellas supo que la calma en el edificio había sido gradual también en las cuentas de Susana.

Estaba ya dispuesto incluso a interrogar a Tulita cuando Susana le escribió (¡Le escribió!) un mensaje para invitarlo a tomar un café en su departamento (¡En su departamento!).

Y ahí estaba, por vericuetos insospechados del discurrir de los hechos, franqueando el umbral del B. Que tras de la invitación era seguro estuviesen asuntos relacionados con Marco no importaba. Se sentó contento en la silla de madera café que él imaginó amarilla, a la mesa redonda que en su cabeza fue cuadrada, abrazados los dos por una luz vuelta cálida al rebote del café de los muros que tantas veces le velaron sus secretos.

            Susana empezó con las formalidades: disculpa el desorden; he tenido mucho trabajo; Tulita vació la nieve en el tapete; el café me lo regaló un compañero, es veracruzano; ojalá y lloviera por fin, el cielo nomás nos emociona.

Luego: qué raro ¿por qué nunca habías estado aquí antes?; tanto tiempo de vecinos; es que tú siempre has sido bien serio; la siguiente será en tu depa (¡La siguiente!)

            Ella no daría el primer paso, Dante tuvo que olvidarse de su pequeño goce para abrir el tema:

            -Ese Marco sí que es raro.

            Luego de lo cual contó lo de la tarde en que esperaba el taxi. Entonces Susana se desahogó: de Marco se podía decir que era un poco más que raro. Hacía ya un par de meses que se le veía estresado y se alejaba. Cuando la segunda vez que intentarían subir el cerro del chupón y se nubló de pronto, soltó un sonoro “No mames. Qué pinche suerte” y pateó con furia el suelo. Esa ocasión ni le preguntó a Susana si quería subir, simplemente se alejó de ahí, como si no se pudiera caminar en días grises y como si ella fuera un arbusto más a la orilla del camino. En otra excursión fallida ella lo invitó a comer al centro, como ya le había contado a Dante aquella ocasión en el metro, lo que no le había dicho es que en el centro habían tenido un encuentro que afectó a Marco más de la cuenta. Mientras caminaban por la plaza Zaragoza un vagabundo se les puso delante y se inclinó para beber agua de una alcantarilla encharcada. Luego de eso Marco ya no fue el mismo, ella notaba el enorme esfuerzo que él hacía para escucharla, para mantenerse ahí con ella.

            Marco dejaba notar cada vez más su desprecio por la ciudad, le parecía insana y su gente insulsa y mezquina. Por él la urbe entera podía desaparecer para evitar el desgaste natural de la zona a la cuál mostraba un apego mórbido. Le confesó a Susana con amargura que pasaban los días y no sabía por qué había decidido aceptar el trabajo ahí. Cada vez se sentía más hastiado y si no fuese porque consideraba sagrado el contrato laboral ya se hubiera largado. Era de verse cómo es que despreciaba a Tulita, y cómo a Susana sólo la buscaba para excursiones que ya eran casi siempre fallidas debido a los días nublados. Luego el ostracismo, Marco se había olvidado de la existencia de Susana. Si la saludaba era bastante convivencia.

            En este punto Dante percibió el desmejoro de Susana sin máscaras.

Tomaron una tercera taza de café antes de despedirse, lo exigía la inercia de las confesiones. Para cerrar Susana insistió en una próxima reunión en el departamento de Dante, sugerencia que a él le pareció de compromiso.

            La situación con ella debería causarle una terrible frustración. Dante lo había pensado con frecuencia. La última chica con la que salió lo hizo pasar por muchos insomnios, muchas elucubraciones perniciosas; y de hecho, no había sido diferente con las anteriores ¿Por qué a Susana no la padecía? ¿Era posible la madurez en esas cuestiones?

            Dejaba ir los días para ver si los venideros le traían las respuestas, aunque no las buscaba. También podía ser que Susana hacía un poco lo mismo: fluir, golpear en una peña o precipitarse en algún rápido y seguir, sin tratar de asirse a nada. Curiosamente era lo más razonable, con ella las cosas sólo se daban, ya sea para golpearlo o regalarle algún gesto maravilloso, no podía nadar contra ese empuje.

            Por extensión pensaba mucho en Marco. Susana fue a dar ahí como a un cabo pantanoso. Estaba atascada por las mismas sin razones. Y por lo que a ella tocaba, a Marco lo agitaban otras más violentas ¿Había disfrazado su extravagancia cuando recién llegó o algo en la ciudad lo había reducido a ella? ¿Necesitaba ayuda?

            El grito desesperado que los despertó esa madrugada hubiera pasado por un llamado de auxilio. Así lo supusieron, por ello Susana y Dante le escribieron a su celular. Todo estaba bien, había sido una pesadilla, Marco pidió disculpas por el escándalo, no volvería a pasar. Pero sucedió, por lo menos un par de veces más en el mismo mes.

            Una tarde Dante tuvo una súbita necesidad de tocar a la puerta de Marco. Canceló su viaje y regresó al pasillo, se paró justo frente al C, desde donde podía escuchar una canción de Spinetta, pero antes de sonar el timbre la voz de Marco le invitó a pasar. Lo encontró en licras de ciclista, frente a un espejo de pared, arreglando el velcro de una de sus guanteletas. Le ofreció a Dante un vaso con agua y éste le preguntó si no había tenido problemas con el internet, sólo para decir algo. Marco no le respondió, se limitó a sonreír frente al espejo. Poco a poco el volumen de la canción incrementaba:

“córrete hasta el espacio

Quiero que sepan hoy, qué color es

El que robé cuando dormías”

            Dante imaginó una mano modular desde otro cuarto el volumen de la melodía ubicua, pero no veía bocinas, nada parecido a un monitor de audio ¿De dónde venía? Al cabo el anfitrión lo miró desde el reflejo:

            -“Como si alguien viniera a vernos desde la cuarta dimensión y nos tocara desde dentro, pongamos en el píloro”.

            ¿En el qué? Dante no entendía a qué se refería con eso, cuantimás con la música a ese volumen. Marco le dijo que lo de la canción no dependía de él. Luego le preguntó si no había visto aquel programa de Carl Sagan, donde el divulgador científico hablaba de flatland, el mundo de dos dimensiones. Le ilustró acerca de los cuadrados, triángulos y demás formas planas que vivían en un mundo sin noción de arriba o abajo, o séase sin noción de la tercera dimensión; y de lo perturbador que sería si un ser como ellos, Dante y él, precisamente del mundo de la tercera dimensión, los tocase desde arriba ¿cómo experimentarían los flatlandianos ese roce?

            -Como si a ti o a mí -Prosiguió Marco- Nos tocara una sustancia desde la cuarta dimensión algún órgano desde adentro; a lo mejor -y aquí hizo una pausa y lo miró con malicia- algo como una música directamente al tímpano.

            Dante se limitó a asentir, de nuevo sólo por decir algo, la situación para él no podía ser más diáfana: su vecino estaba loco. Marco miró su reloj y se disculpó, era ya bastante tarde y se tenía que ir, lo invitó a Dante a pasarse otro día para ahondar en la cuestión. 

Afuera, frente al edificio, antes de alejarse por la calle y llevarse consigo la canción de Spinetta, se detuvo y giró un poco la cabeza.

-No mames, qué bonito día ¿no? – le alcanzó a escuchar Dante, entre acordes de guitarras con reverb que se apagaban.

Habían pasado poco más de tres meses desde su partida, pero Susana aún no podía creer su frialdad, la ausencia total de cordialidad. Marco no fue ni para escribir por mensaje un hasta luego, un fue un gusto conocerte, un vil adiós.

El tiempo la haría olvidar, o por lo menos esa era la suposición de Dante. Pero ya su imaginación se había hecho a la de perder, por ello no le pareció extraña la nueva cotidianidad, tan antípoda siempre de su juicio: Susana abstraída, muy a menudo sentada en las escaleras, la cabeza recargada en la pared, la mirada perdida en el cielo.

A Dante eso le parecía un exceso de drama, la peor manera de paliar Susana sus congojas. Ya por el quinto mes de lo mismo, luego de un verdadero análisis casuístico, Dante decidió contarle todo.

Marco se encontraba internado en uno de los recovecos del parque río la silla, rumbo a la carretera nacional. Un paraje de bosque laberíntico en medio de una zona residencial. Un lugar que uno nunca se imaginaría ahí. Susana miró a Dante, pero sin hacer mucho caso a lo que así de pronto le decía. Se le veía adormecida, cansada. Él se sentó a su lado en el escalón y continuó.

Dante había visitado a Marco poco antes de su partida, no sólo la vez que le habló de la cuarta dimensión y le puso la canción de Spinetta (como bien sabía Susana), sino un par de veces más luego de esa extraña charla. Marco había recuperado su alegría primera, o más bien la soltura y naturalidad que le conocieron en aquella muy lejana bienvenida. En realidad, a Marco le dolía haberla tratado tan mal luego de las fallidas excursiones, haberse alejado sin más, pero luego había comprendido que era necesario: en esos lapsos de locura tuvo miedo hasta de sí mismo. El caso es que ya no valía la pena siquiera hablar con ella, lo mejor era que su paso por ahí quedase en el olvido.

El largo periplo mental se había debido a una distracción, a un error originario en su toma de decisiones (no era rollo, así se lo planteó Marco a Dante). Ahora (entonces) Marco lo sabía, todo había comenzado en la brecha de Chipinque, cuando aquella visita a las ruinas de la casa del general Almazán, antes de cambiar su residencia a Monterrey. Primero pensó que había sido el bosque, un llamado de la naturaleza, incluso una excusa para justificar una crisis de los 30 (era lógico, no tenía elementos racionales aún para explicar los hechos). Ya muy después entendió la experiencia como una gran bocanada de aire, un impulso que le conmovió todos los sentidos. Se mudó a Monterrey aun motivado por el empuje de ese gran soplo, los conoció a ellos, Dante y Susana, y comenzó una vida de paseos bajo bosques en donde ya no experimentó lo que dio en llamar La sensación. Incluso llegó a pensar que Susana podría llenar ese hueco, pero, como Dante mismo podía ver, la cosa no hizo más que empeorar una vez que el ímpetu primero se perdía.

A partir de entonces se agudizaron las pesadillas, sueños horrendos más por la sustancia que por la forma: imágenes recurrentes de un río, matorrales, ardillas, coatíes y peces; y una tensión que siempre se prolongaba del sueño a la vigilia, que lo hacía levantar de un salto en la madrugada, a veces gritando, casi sin aliento y con una necesidad urgente de terminar algo inconcluso y decisivo, algo en lo que se jugaba la vida. Fueron varias las ocasiones en las que se encontró caminando de un lado al otro del departamento, en la oscuridad, preso de una terrible congoja; poco a poco volvía en sí, la realidad irrumpía y de igual forma aquel asunto de vital importancia, de donde procedía la angustia, se le escapaba como fina arena entre los dedos; creía tomarlo, asirlo para por fin confirmarlo, pero una vez consciente del todo, no quedaba ni la ansiedad.

Por supuesto, había algo en ese punto de fuga inasible, un detalle que formó siempre parte del escenario onírico, pero del que fue consiente de pronto, como si hubiera estado camuflado, revelado a la vista por un cambio de perspectiva. Era un hombrecillo extraño, o más bien un rostro que no era de este mundo. Una careta puesta sobre un cuerpo que se movía como una persona; pero la expresión, la sonrisa, la voz cuando el saludo, los ojos, o mejor dicho esas cuencas donde no había nada, causaban una especie de vértigo, una sensación de sobrenatural.

Como los matorrales, las ardillas y los peces, la aparición del hombrecillo al otro lado del río era recurrente, cada vez los gestos con más detalle. Entonces el recuerdo echó luz.

A esa entidad ya la había visto antes, en aquella excursión a Chipinque, la decisiva, rumbo a las ruinas de la casa del general. Lo recordaba ahora (entonces) con total nitidez. El hombrecillo le pasó por un lado y lo saludó, sólo eso. Marco creyó que el encuentro no había significado nada (¿quién hubiera pensado diferente?), pero ese hombrecillo, inexplicablemente, le había tocado algo hondo, y su memoria se limitó a dejarlo pasar.

Cuántos recuerdos sepultados todavía con vida no jalarán hoy nuestros hilos se decía.

Ahí nacía La sensación, en ese punto de la existencia (a Marco ya se le dificultaba referir el tiempo o los lugares), en el gesto cortés de un saludo que abría un agujero en su historia, más o menos por el área del estómago, como un hontanar de vibraciones que le recorrían todo el cuerpo. La tranquilidad volvió por entonces; las pesadillas eran ahora sueños apacibles en sustancia y podía de nuevo caminar sin torturarse a cada paso en la vigilia; todo muy bien pero eso no descartaba la locura ¿Qué seguiría en esa secuencia de sinrazones?

La respuesta ya estaba ahí. Como el recuerdo perdido del hombrecillo en su memoria llevaba a cuestas un montón de sueños olvidados en donde aquél le insinuaba la realidad pasada o venidera a través de sensaciones provocadas desde el otro lado del río. En una ocasión, por ejemplo, Marco lo soñó beber agua del cauce, un agua azul y cristalina. Ello le causó un profundo asco y tuvo su referente en la realidad una tarde en que caminaba con Susana en el centro, cuando aquél vagabundo se enjugó la boca con agua estancada en una alcantarilla. Esa vez Marco no sabía del todo a que se debía la conmoción que le causó la escena, pero la sensación era réplica de la del sueño.

En otra ocasión, el hombrecillo lo saludaba desde el otro lado del río. Marco le comentaba que adoraba ese pasaje: los matorrales, los peces, los coatíes; a lo que el hombrecillo le decía:

-Yo prefiero más la zona urbana.

En el sueño Marco no le externaba al individuo lo que sentía para sí, la repulsión que le provocaba la ciudad, con todos sus repugnantes vagabundos. Ese hastío tuvo réplica también en el encuentro con Dante aquella otra tarde.

Desde entonces llevó una bitácora donde refería con detalle cada sueño, el escenario invariable con el intruso invariablemente al otro lado del río haciendo cosas, tocándole vibras precisas que le traían memorias de antaño o emulaban los días por venir, cada vez con más descaro (ese fue el término que usó).

De modo que cuando la tarde en que Dante decidió visitarlo y ambos escucharon la canción de Spinetta, Marco ya lo esperaba. En el sueño premonitor había visto al hombrecillo sentarse al otro lado del río, abrir una novela de Umberto Eco y ponerse a leer en silencio. Lo bello de la escena era que su lectura lo inundaba todo, y que emanaba también de todo, incluso de sí mismo, con una voz musical, llena de luz, como ajustada a la escala lidia. De ahí sacó esa cita esclarecedora:

– “Como si alguien viniera a vernos desde la cuarta dimensión y nos tocara desde dentro, pongamos en el píloro”.

El hombrecillo se detenía súbitamente y miraba con sus cuencas vacías un punto sobre el hombro de Marco, había alguien más ahí, que escuchaba tras los matorrales su lectura. Marco, sin ver siquiera de quién se trataba aclaraba que era Dante, que no se preocupara. El hombrecillo al cabo proseguía la lectura, intensificando el volumen. Cuando Marco se despertó de ese sueño la canción de Spinetta sonaba en su cuarto, como en bucle, reproducida una y otra vez, justo como la lectura silenciosa del hombrecillo. ¿De dónde venía?  Apostaba a que Dante no la conocía, lo que no quitaba que la hubiera escuchado con la misma cercanía incierta (de hecho).

Fue así, a punta de fantasías, si quería verlo de ese modo, que descartó definitivamente las casualidades, la locura, y que La sensación comenzó de nuevo a infundirle aliento: ya no habría distracciones, todo estaba bien claro, debía encontrar en la realidad esos matorrales, esa fauna, ese río y al hombrecillo del otro lado. Abandonó su trabajo y dedicó a la búsqueda el tiempo completo. El lugar lo encontró pronto, le dijo a Dante que era una reproducción exacta del de su sueño. Y aunque la incertidumbre aun lo jalaba, porque no había rastro del hombrecillo, se instalaría permanentemente en ese paraje, a la espera de encontrarlo.

-He ahí todo el asunto -concluyó Dante.

Susana pensó que de todos los ángulos por donde se le viera, sólo el más retorcido ofrecía justificación a la convicción de Marco. Así de lejos, y por cómo Dante se lo había referido, a él mismo le sonaba orate, pero había qué ver la asertividad de Marco, su pasión; y su hallazgo: es que de verdad en ese lugar se sentía algo extraño, como una tranquilidad que daban ganas de quedarse uno ahí a dejar pasar el día. Por eso gustaba de visitarlo, dejarle comida, ayudarle a deshierbar el suelo que había elegido para esperar lo que esperaba. A veces Dante se sentaba a su lado, sin decir nada (De hecho, Marco ya no hablaba) y se dejaba sugestionar por ese supuesto punto antesala de la cuarta dimensión. Cuando se marchaba se sentía más ligero y esa sensación le gustaba mucho.

Por supuesto Susana acompañó a Dante la siguiente tarde. Un día especialmente gris por su frescor insólito. Marco ni siquiera la miró (ya no se sabía si miraba), pero a Susana el solo hecho de verlo parecía devolverle la alegría. Vaciaron la tina de desechos inorgánicos que Dante había dejado ahí para el efecto, Susana hizo con unas mantas un lecho mucho más cómodo que la estera que nunca supieron si Marco llegó a usar o no; y para protegerse de un posible frente frío, dejó en un rincón algunas sudaderas y cobijas.

Fueron varias las visitas que le hicieron antes de que Marco les dirigiera la palabra. Esa vez los miró con sorpresa, como si de pronto, por un cambio de perspectiva, hubieran aparecido. Los ojos los dejó en los de Susana, tocados con una especie de ternura.

-Susy de los días nublados. Tú y Dante deberían mudarse a CDMX, allá llueve mucho.

Era obvio que Dante vería después de esa preciosa interacción un par de lágrimas recorrer las mejillas de Susana: “Susy”, la había llamado; y se acordó de aquellos días grises cuando caminaban juntos.

Marco no diría más, ya de nuevo clavaba la vista al otro lado del río, o en algo allá donde Susana y Dante ya no figuraban. Permanecieron así un largo rato en silencio, ella sollozando de vez en cuando, Dante sentado al lado del río, apacible, como todas esas veces que se dejaba embriagar por lo que asumía sugestiones mentales.

Cuando la semana siguiente encontraron el paraje solitario Dante lidió con diversos sentimientos: el alivio se debía a un desgaste que ya la excentricidad de todo aquello le estaba provocando; la contrariedad a la influencia que la desaparición tendría en Susana; el vacío a un desencanto súbito, de pronto todo tendría que volver a una normalidad a la que no podía decir que extrañara. Susana buscaba a Marco con mucha avidez, se podría pensar que no estaba lista para dejarlo ir e incluso se internó en el río para descartar que se hubiera ahogado, aunque la parte más profunda apenas y llegaba a los 30cm. Dante más que buscar a Marco escudriñaba a Susana con atención y cuidado, temía los indicios que le pudieran sugerir un quiebre, o peor, una videncia o locura contagiosa. Pero todos los signos le parecieron el sano discurso de un incipiente duelo. No decir adiós en cualquier modalidad ya no era lo mismo, ahora Susana sobrellevaría mejor esa partida comenzada tiempo atrás sin gestos de afecto ni formalidades. Esperaron ahí un par de horas y volvieron varios días después antes de confirmarlo: Marco había desaparecido.

Este cuento forma parte de la antología La huida, del mismo autor.

twitter@bonsiul

(Monterrey, 1982). El autor ha cursado talleres
de narrativa con Dolores Hernández, Mario Anteo, Coral Aguirre, Patricia Laurent Kullick, Claudia Guillén; y de creación de ensayo con Víctor Barrera Enderle.

Ganador del certamen Transfrontera convocado por la revista Arcilla Roja, de Zacatecas, con el cuento “De regreso”.

Ha escrito, producido y dirigido 6 cortometrajes de ficción bajo el sello De Regreso, producciones independientes: https://vimeo.com/deretache.

Ha colaborado con artículos de opinión en el portal de noticias Julio Astillero, periodismo con credibilidad: 
https://julioastillero.com/?s=luis+s%C3%A1nchez

En su último número, la revista Armas y Letras de la UANL le publica el cuento La huida: http://www.armasyletras.uanl.mx/101-102/

Actualmente escribe en su blog NT Ficciones: https://ntficciones.blogspot.com/

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