Invitación a no olvidar. Autor: Ignacio Betancourt

Ciudad de México, agosto de 1968
Ciudad de México, agosto de 1968.

Preservar la memoria no solamente es tener presente a los llamados historiadores y sus creaciones. La memoria colectiva es el alma de los pueblos, de aquellos pueblos que no olvidan las escasas victorias ni las atrocidades que han debido soportar para continuar. No somos quienes somos, sino lo que hemos olvidado o lo que alcanzamos a recordar como comunidades. La desmemoria interesa a los depredadores, les importa mucho pues el olvido siempre es cómplice de los más ojetes. No olvidar no sólo es un rescoldo romántico, es también una manera de actualizar las infamias que la población debe tener presente (así como sus escasos triunfos). Recordar es mucho más que traer al presente lo pasado. Magnífico que los pueblos no lo olviden. Los perpetradores de los abusos jamás podrán estar a salvo por más impunidad que los arrope.

Memoria es no olvidar para mantener la dignidad de reclamar, de poseer inobjetablemente la razón. El poder, sea cual sea, apuesta siempre al olvido, los poderosos tienen urgencia de olvidar (sus raterías, por ejemplo), pero la población y especialmente los dirigentes populares requieren de la memoria para actuar. La amnesia solamente sirve a los más abusivos pues la desmemoria les permite sentirse siempre puros. Hasta los más voraces depredadores requieren sentirse intachables para seguir esquilmando al prójimo, y para suponerse adecuados requieren del olvido, precisamente por ello la memoria resulta indispensable para los reclamos populares. En un contexto de atrocidades contra la población, la memoria colectiva (o individual) resultará siempre subversiva. Olvidar un dos de octubre sólo es bueno para Luis Echeverría y sus secuaces.

Por otro lado, no es verdad que la memoria de los pueblos sea la historiografía, la historia es un discurso que se produce en el presente cuando se le escribe, lo que llamamos historia sólo es una articulación de intereses diversos que dan cierto aspecto de veracidad a lo enunciado como la “historia”. La historiografía (es decir la escritura de la historia) es algo que resulta de los más diversos intereses: lo económico (las becas para escribirla, o la condición económica de historiadores e instituciones); lo ideológico, que no es otra cosa que la cosmovisión de quien escribe. Por ejemplo, no olvidar que en San Luis Potosí durante décadas la “historia” la escribió principalmente el padre Montejano y Aguiñaga, que en paz descanse (el mismo que en pleno siglo XXI aún defenestraba a Juárez y hacía apología de Porfirio Díaz); los intereses políticos son determinantes, se ha llegado a afirmar que la historia la escriben los ganadores; ante el descubrimiento de nuevos documentos resulta casi imposible escribir la última palabra. Y las más diversas circunstancias que aunque poco tengan qué ver con los contenidos llamados históricos, se utilizan como constancia de veracidad. Por lo tanto, lo menos confiable como memoria de los pueblos suele ser el discurso historiográfico (que incluso algunos ingenuos llegan a confundir con lo real).

La memoria de las colectividades es un ser vivo, una constancia inagotable de sucesos y sus consecuencias que han afectado o beneficiado a los pueblos, una manera de entender y padecer o disfrutar acontecimientos que modifican o reafirman las más contradictorias realidades. Recordar no es vivir, recordar es tener presente siempre lo significativo de los aconteceres. El olvido es siempre una necesidad de los más canallas, la ciudadanía no puede ser amnésica pues implicaría su auto anulación. No olvidar es un deber moral del ciudadano consciente de sus posibilidades transformadoras.

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