El precio de la convicción: amistades perdidas en la lucha por un México justo. Autor: Federico Bonasso

Foto: Especial

Por Federico Bonasso*

En horas recientes he perdido un amigo de toda la vida por razones políticas. Acaso no: porque los amigos de verdad siempre ponen el cariño por delante. Acaso entonces no éramos tan amigos. Acaso uno se convierte, al atreverse a posicionarse políticamente, en el blanco del rencor de alguna gente. Sin restar con esto, el reconocimiento de los propios defectos, por supuesto.

He intentado desde que comenzó este proceso político al que se llama 4T, ejercer resistencia a la narrativa que buscó instalarse para cuestionarlo, boicotearlo y derrotarlo. En esa defensa nunca he escatimado mis propias críticas al gobierno, pero separándolas de lo que considero una propaganda que busca recuperar el poder, no procurar un México más justo. No le creo a los que hoy nos dicen que han cambiado. Demasiado daño hicieron para permitirnos la inocencia. Una propaganda instalada por ciertas élites a las que poco les ha importado el país en el pasado, si no más bien defender esos privilegios que naturalizaron y sellaron en códigos sociales que me producen un profundo rechazo. Sobre todo la idea de que hay ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. El objetivo material y acaparador de estas élites viene, en nuestro querido México, acompañado de un racismo milenario, de un clasismo que resulta intolerable a los que tienen dos dedos de empatía… y aún así tan extendido.

No creo que la realidad política se manifieste de manera binaria: los buenos contra los malos; pero sí es binario el voto: en la urna nos enfrentamos a un inevitable reduccionismo. Esta condición del sistema electoral obliga, en determinado momento, a reconocer los elementos que distinguen a las opciones realmente existentes. A veces son sólo matices, a veces diferencias de fondo.

Mis intentos de defender lo que considero un proyecto social que ha recuperado la idea del bien público (y no sin enormes defectos, deudas, chapulines, inercias de costumbres políticas deleznables), me han costado dolorosos episodios, como el que describí al principio. Retahílas de insultos acompañados de propaganda y eslóganes que se han venido instalando a lo largo de estos años. Estigmas que agreden y poco explican. No ahondo en estas amenazas y provocaciones (particularmente infames las que se meten con mi familia). Pero las menciono porque estoy convencido de que esa amalgama de conservadurismo, codicia y crueldad, ha crecido en agresividad y se concentra en el bando de la ultraderecha. Esa que, por ejemplo, usando la palabra “libertad”, ha implantado el sadismo como política pública en la Argentina.

No minimizo errores de la izquierda realmente existente o la proclividad de esta administración de provocar a los rivales políticos aumentando su encono y convirtiendo a veces en una pugna entre egos lo que debería ser la deliberación pública. También considero que los fraudes electorales que hizo la derecha, empezando en el 88; las campañas de “peligro para México”; los intentos de lawfare; los epítetos de muy vieja data contra López Obrador: “Kakas, mesías tropical, comunista, pederasta, fascista…”, dieron el puntapié inicial, hace mucho, a esta polarización de la que hoy tanto se quejan. Y que hay una asimetría histórica muy evidente entre la guerra sucia que promovió un bando y la que se adjudica al otro. Pero por supuesto siempre dispuesto a discutir este punto.

En el mundo avanza una ultraderecha que nos ha lanzado una pregunta feroz: “¿por qué deberíamos jugar nosotros a consultar a las mayorías?; ¿por qué deberíamos repartir nuestra riqueza, aumentar la democracia, si tenemos el poder de las armas, de la tecnología, del mercado y el control de los medios? ¿Por qué darle voz o poder político a las clases subordinadas? ¿Por qué tenemos que pagar más impuestos, o incluso pagar los que nos corresponde, o dejar de ir por el litio boliviano que nos pertenece o del gas que hay en Gaza, o del agua que hay en Argentina o los minerales de México? ¿Sólo porque hay una cosa cada vez más chiquita y endeble que se llama Estado y que ejerce resistencia? ¿Por qué debemos renunciar a esos recursos?: ¿en pos de un ideal vacío llamado ‘derecho internacional’?; ¿en pos de esa ‘estafa de los derechos humanos’ o ese ‘invento’ de la justicia social”?

Ahora preguntamos nosotros: ¿Qué ha hecho históricamente la derecha con la democracia cuando le ha estorbado para alcanzar sus metas? ¿Qué fue el fascismo? ¿Qué fueron las dictaduras militares en Latinoamérica? ¿Qué significan hoy las brutales represiones a los estudiantes que se manifiestan en todo el mundo?

¿De qué costado del espectro político viene la verdadera deriva autoritaria? ¿Dónde reside hoy, en que opción política, la resistencia a esta ultraderecha abiertamente antidemocrática?

No hay peor amenaza a la democracia que la que esconden muchos de los que hoy se venden como los más acérrimos defensores de la democracia. Es un viejo truco que han usado a lo largo de la Historia las élites poderosas. Robarse el diccionario. Debemos recuperar la capacidad de identificar ese truco. Porque a veces ha sido instalado hábilmente. Ese truco narrativo usa nuestras emociones y por momentos empezamos a repetir sus dogmas sin darnos cuenta. Sin comprender bien a qué intereses estamos ofreciendo nuestra energía cívica.

Esto es lo único que he querido comunicar en mi penosa batalla, desde mi modesta trinchera. Algunas veces esta batalla de las palabras ha ofendido a alguna gente. Gente que se ha puesto el saco o que lo ha tomado personal. Como aquel amigo que perdí. Los que me conocen bien sabrán que nunca me niego a un diálogo nutritivo, donde ambos interlocutores partan de la idea de que el otro puede modificar el pensamiento propio. Puedo haberme equivocado, haber añadido una velada agresión en alguno de mis posteos o notas. Sin duda he caído seducido alguna vez por la idea de provocar, sacudir al rival ideológico. Pero siempre he invitado a sustituir los insultos por argumentos, a revisar juntos la evidencia y la Historia, y reencontrar los valores compartidos. Y los sigo invitando a eso ahora: y particularmente a los que piensan distinto.

Y en esta vamos a seguir, defectos y limitaciones a cuestas, porque la causa final es la justicia, los derechos humanos, la idea de una sociedad solidaria donde el destino de cada ciudadano sea igual de importante. Donde no haya ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Donde no tengan acceso al futuro solamente los que puedan financiarlo.

*Federico Bonasso es músico, compositor y analista de temas sociales/políticos. Con su autorización, este texto corresponde a una serie de publicaciones que hizo en X*

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