Se me hace que los niños de hoy no tienen idea de quién es Doña Blanca. Ya saben, esa que está cubierta de pilares de oro y plata a la que el jicotillo tenía que liberar. Lógicamente, la mayoría la cantábamos sin plantearnos el sentido o el significado. Siempre me acuerdo de Doña Blanca cuando escucho esa anécdota que cuenta que Miguel Ángel, el genio renacentista, consideraba que cada bloque de mármol tenía un alma y era una obra de arte encerrada en su interior (como el alma en el cuerpo para Platón). Así, oculto debajo de un monolito encontró al David y lo liberó con una técnica que consistía en quitar los sobrantes de piedra, hasta llegar a la piel.
Entonces, desde esta perspectiva, el artista les quita el velo a las cosas y nos deja verlas tal como son… o como deben ser (por algo a Miguel Ángel se le conocía como El divino). Pero al arte –ese modo tan raro de representar la realidad– también se le concibe de muchas otras maneras: como un pasatiempo burgués, como un fin en sí mismo, como una mercancía, como un modo de producción, o bien, como un elemento decorativo sin mayores complicaciones.
En las Cartas sobre la Educación Estética del Hombre, F.Schiller dice que la libertad es el fundamento de lo bello. En este sentido, la técnica es importante porque sirve para suscitar la representación de la libertad y en ese sentido, contribuye al encuentro con la belleza. Es decir, la belleza es un asunto estrictamente humano, algo que ni los dioses pueden crear.
Entre otras cosas, esto significa que la intencionalidad de la obra pertenece al artista que inicia un proceso de búsqueda de la belleza (algunos dicen que este proceso es completado solamente por el espectador y que no se reduce solo a la obra material). El caso es que en el mundo del arte siempre hay algo inacabado y algo de la obra siempre permanece oculto, incluso para el propio artista. Recuerdo que, en alguna presentación de un libro, el autor nos dijo a los asistentes: “yo ya llegué hasta donde podía, pero ahora la obra es suya, se las entrego para que le hagan lo que quieran”.
Esta semana todos hablaban de lo sucedido con el cuadro del artista contemporáneo conocido como Bansky, que se hizo trizas inmediatamente después de ser subastado. Asuntos como este vuelven a abrir el debate central del arte contemporáneo. La esencia no está en la obra en sí, sino en la idea del autor, en su modo de representar la realidad.
La fenomenología de Edmund Husserl, nos muestra que cuando tocamos un objeto, cambia su significado y se esclarece su sentido. Así, la estética juega un papel fundamental para comprender el mundo. Y es que el arte, en la medida que interpreta la realidad, sirve como espejo de la época y también como vehículo de denuncia social y de transformación.
El asunto se hace más complicado porque parece ser que en el arte contemporáneo no se busca directamente la belleza, sino la libertad que en ella subyace y esta se logra por distintos caminos; también tienen que ver con la técnica y la sensibilidad, pero a través de la transgresión, la propuesta, la intervención y la provocación. El caso es que Bansky nos puso a pensar. Y eso es bueno.
A mí, por ejemplo, me gusta pensar que cualquiera que se lo proponga tendría la capacidad para encontrar la escultura que se esconde en el interior de cada piedra, el poema oculto detrás de cada hoja en blanco, la pintura inmersa en cada lienzo o la melodía que espera a ser descubierta en el silencio. Y que cada uno puede encontrar un modo de traer belleza al mundo.
El chiste de este asunto es que no sabemos cuáles fueron las verdaderas intenciones de que su obra se autodestruyera. Tal vez es una metáfora del proceso artístico que sigue, una afrenta al consumismo, una propuesta para darle vida propia a la obra, un intento por liberarla de su función, como el jicotillo a Doña Blanca.
@vasconceliana