Paseo por la Alameda en la noche de los comicios. Llego al Zócalo. Paso y repaso Facebook y Twitter. Reviso los noticieros de Televisa, TVAzteca y Grupo Imagen. En el día después, leo las primeras planas. La de La Jornada: “¡Arrasa!”; la de El Universal igual, pero sin admiraciones: “Arrasa”; la de Excélsior, igual pero en pasado: “Arrasó. López Obrador Presidente”; la de Reforma: “¡Jonrón! 53.8% de votos (conteo rápido)”; la de Milenio: “Reconciliación”; la de El Financiero: “Nueva Era. Reconciliación”. Hace una semana, compartía con los lectores unas líneas acerca de la soberbia de las élites mexicanas. Éstas estaban notoriamente apabulladas por el éxito del candidato veterano de las izquierdas al sortear todos los obstáculos que se le fueron “apareciendo” en el camino, desde la agresiva entrevista en Milenio TV de marzo hasta la reapertura de las falsas acusaciones contra Nestora Salgado en mayo y junio, pasando en abril por los escándalos del tweet-apología del delito de Ricardo Alemán y del misterio de la serie Populismo en América Latina –que se trataron de convertir en “demostración” de la segura intolerancia de López Obrador. Tan apabulladas estaban las élites que al final pedían al electorado votar “por alguien más” en la elección legislativa, para evitar el “poder absoluto”.
Nada pudo bajar a AMLO del puesto de puntero. Contrariando su propia lectura de las encuestas de contiendas presidenciales pasadas, durante junio las élites mexicanas nos recordaron que un porcentaje de los encuestados siempre rechaza contestar y que ello necesariamente reduce el porcentaje asignado en “votación efectiva esperada” de los candidatos. Como si, en el pozo oscuro de quienes rechazan las encuestas, en la potencial abstención, se encontrase aún la oportunidad de contener la ventaja del primer lugar. Con mayor razón, la “guerra sucia” se intensificó: millones de llamadas –que el INE sólo tardíamente ordenó (sin éxito) detener– buscaron crear una histeria equivalente a aquélla que en 1994 sacó las últimas reservas priístas para salvar la campaña oficial en el año terrible de rebeliones y magnicidio. En el último mes los intelectuales de los círculos rojos llamaron al “voto útil”. Mientras, en los muros de Facebook aparecieron cientos de gráficas que demostraban que, si alguno de los dos candidatos de derecha declinaba, se podría detener el peligro obradorista. Una petición-compromiso-manda electrónica convocaba a los votantes anti-obradoristas a marcar la opción del segundo lugar que señalase Oraculus. Todo falló. De hecho, pareciera que tanto la propuesta de voto útil como las llamadas de miedo convencieron de votar Izquierda a muchos votantes que se habrían abstenido.
Resultados: López Obrador triunfó con el 52.95% de los votos. (PREP 2 de julio, 20:30pm, 92.46% de las actas). Ni la suma de todos sus adversarios lo podría haber detenido –lo que deniega el concepto de voto útil. En el legislativo Morena obtuvo por sí mismo 37.52% de los senadores y 37.24% de los diputados federales (PREP 2 de julio, 20:37 pm, 91.48% y 91.37% de las actas). No es mayoría absoluta, pero demuestra el poco arrastre del voto contra el poder absoluto. Por otra parte, y de acuerdo a las cifras PREP de la noche del 2 de julio, todas con arriba de 90% de actas computadas, los candidatos de Morena triunfaron en las gubernaturas de Tabasco (61.45%), Morelos (52.45%), Ciudad de México (47%), Veracruz-Llave (43.70%) y Chiapas (39.84%). Morena queda en segundo lugar en Guanajuato (24.31%), Jalisco (24.38%) y Puebla (34.22%); en el primero y segundo casos es un perdedor lejano (a 25 puntos del hegemón panista guanajuatense y a 14 puntos del alfarismo tapatío), pero en el caso poblano el segundo de Morena es muy cercano (a sólo 4.4 puntos de la alianza PAN-PRD). Morena es tercer lugar sólo en Yucatán, pero aún allí obtiene un muy respetable 20.46% de la votación. En otras palabras, México acaba de vivir lo que los anglosajones llaman una landslide election: una votación que altera profundamente la configuración del sistema de partidos al “deslizarse” una sección grande de los electores hacia una opción electoral alternativa. El casi recién llegado Morena dominará una tercera parte de curules y escaños, mientras el PRI y el PAN quedan reducidos a una versión muy magra de sus votos duros (20% y 16%) y el PRD queda peligrosamente cerca del 5% en la nueva legislatura federal.
Debemos reconocer que nuestra élite intelectual de Dderechas no estaba errada al llamar al voto útil y al lamentarse, como hizo Castañeda, de la ausencia de una segunda vuelta. El avance obradorista más allá del buen tercio del electorado mexicano que ha venido votando progresista desde 1988 en parte tiene que ver con la amarga división entre panistas y priístas. Andrés Manuel, decía Soledad Loaeza luego del primer debate, mostraba una gravitas (aire de seriedad) que lo distinguía de sus contendientes. Este rasgo de carácter lo hizo seguramente más atractivo que el ambiguo Meade (¿era priísta, no lo era? ¿es funcionario experto pero permitió el desastre calderonista y peñista?). También era preferible al buscabullas de Anaya Cortés, cuyas bravatas terminaban en nada –con muchas de sus afirmaciones denegadas por Verificado.com. Por otra parte, las y los electores saben distinguir ciertas cualidades: constancia, perseverancia. Doce años después de ser llamado “un peligro para México”, los dos partidos contendientes de AMLO han desbaratado la República al punto que a la campaña negra de “nos volveremos Venezuela” se podía responder irónicamente que “la Suecia que somos está muy mal”. Enrique Krauze mismo, en Noticieros Televisa, reconoció la noche del 1 de julio que “la democracia también es el castigo, el voto en contra de un gobierno, para que haya alternancia”.
Muchos analistas conservadores apostaron a los errores de López Obrador. Soñaron con un nuevo desaire a los debates o con un “¡cállate chachalaca!”. No ocurrió. Antes bien, Meade y Anaya Cortés se enfrascaron en un combate entre ellos que sólo demostraba la banalidad y corrupción de sus respectivos partidos. Todo esto terminó por demostrar que, ante los gravísimos problemas nacionales, el terco de Andrés Manuel era una opción de liderazgo más razonable.
Vale la pena regresar a los titulares de Milenio y El Financiero. Mientras el resto de los grandes diarios destacaba el landslide del candidato de izquierdas, ambos enfatizaron la reconciliación a la que llamó Andrés Manuel en sus dos mensajes de la noche del 1 de julio. En Milenio el director general editorial es Carlos Marín. En El Financiero el director general de información política y social es Hugo Hiriart. Ambos han sostenido por largos años, desde al menos 2006, líneas de opinión duramente anti-obradoristas que bien podríamos calificar de discurso de odio. Es cierto que estos dos diarios no son los únicos medios que se congratularon del tono conciliador del discurso de AMLO en el hotel Hilton: en la edición especial de Tercer Grado de Televisa para el 1 de julio, todos los comentaristas subrayaron la moderación del ganador. Pero que dos espacios que traían especial pleito cantado contra el virtual presidente electo concedan que hay que reconciliarse es buena nueva.
¿Por qué importa moderarse?. Porque la democracia es un sistema que hace crecer las expectativas y esto es especialmente delicado cuando existen problemas serios y graves. En la mañana del 1 de julio circuló en Facebook este post: “Voto por los 43 y por todos los desaparecidos. Voto por los pobres y los sin futuro. Voto por las víctimas del feminicidio.” Un buen resumen del triste panorama mexicano. Al enunciar el desastre de la guerra contra el narco, el engaño de la política neoliberal contra la pobreza, la injusticia estructural de nuestra sociedad, el post nos recuerda que el voto de castigo no sólo sirve para “alternar administraciones presidenciales”, sino para debatir los grandes problemas nacionales. Y esto es una expectativa tan grande que debería llamarnos a todos a moderar el tono del debate político.
Veámonos en un espejo antiguo (siglo XIX) pero no tan lejano (por la estructura democrático-constitucional) y no tan ajeno (por la radicalidad social de los problemas pendientes). En 1860, los Estados Unidos de América llevaban medio siglo debatiendo el gravísimo problema de la esclavitud, sin llegar a una solución definitiva. Era una llaga abierta en la realidad social y en la conciencia de toda la nación. Antes de esa elección, el tema había disuelto uno de los dos partidos nacionales (el Whig). En esa elección, el asunto dividió al otro partido (el Demócrata, entonces de derechas), que presentó dos candidatos, un sureño pro-esclavismo (Breckinridge) y un norteño moderado anti-esclavista (Douglas). Todavía una facción más de los demócratas propuso su propio candidato, un “constitucional unionista” (Bell). El partido Republicano, recientemente organizado, ocupaba entonces las izquierdas del espectro político estadunidense. Para no agregar demasiada tensión al ambiente, los republicanos propusieron también a un anti-esclavista moderado (Lincoln). Una campaña de cuatro candidatos con la sociedad ardiendo de furor alrededor de la cuestión social. En el norte se llamaba a una guerra santa en contra de los esclavistas. En el sur se invocaba el fantasma de la rebelión de esclavos. Lincoln ganó tanto el voto popular (39.8%) como el Colegio Electoral (180/303). Importa el resto de las cifras de esa elección presidencial: Breckinridge 18.1% (72/303), Douglas 29.5% (12/303) y Bell 12.6% (39/303). Si las derechas (partido Demócrata) hubiesen jugado unidas en 1860 su voto popular podría haber llegado a casi la mitad (47.6%). Los demócratas unidos habrían presentado mejor batalla a Lincoln y el emergente partido Republicano. Prefirieron pelearse entre ellos. Peor, los demócratas sureños prefirieron romper el juego democrático y se rebelaron contra la Unión cinco meses después de la jornada electoral.
En 1867, Francisco Zarco publicó un pequeño ensayo en el Siglo XIX de la Ciudad de México titulado “Algo sobre elecciones: recursos legales”. Lo reprodujo el diario oficial potosino La Sombra de Zaragoza en su número 123 del 1 de abril. Zarco reconocía que la democracia era imperfecta y que cada jornada electoral dejaba muchas quejas, pero recomendaba a ganadores y perdedores moderarse, pues de otro modo se debilitaría todo el edificio de la República. Y ponía de ejemplo, precisamente, el error de la Derecha estadunidense al romper el orden constitucional luego de la victoria electoral de Lincoln. Decía que de esa república podía aprenderse “tanto en su prosperidad como en sus infortunios”.
La violencia, la pobreza y la injusticia estructural son terribles. Precisamente por lo grave de los problemas es que –aunque se insista en que por el bien de todos, deben tener preferencia los pobres– importa el mensaje de López Obrador a favor de un gobierno que represente a todos los mexicanos, que escuche, atienda y respete a todos. Por ello es que también importa que los medios dirigidos por Marín e Hiriart subrayen la reconciliación en sus primeras planas.
Era justa, merecida y necesaria la victoria de AMLO. Lo entendió el electorado y le ha dado un mandato fuerte. Hasta Krauze lo reconoce. Pero las cosas son tan serias y graves que por ello debemos recordar viejas lecciones. Siempre evitar el rompimiento constitucional, siempre buscar la reconciliación dentro de la República. Por eso sugiero adoptar aquellos versos de Vicente Rivapalacio que celebraron la victoria liberal: 《Y en tanto los chinacos (hoy chairos) / ya cantan su victoria, / guardando en su memoria / ni miedo ni rencor.》Sin miedo ni rencor. Para lograr la paz, vencer la pobreza y alcanzar la justicia necesitamos a todos.
Excelente artículo, la historia que nos parece lejana y muerta esta bien viva para darnos grandes lecciones. Gracias!