María del Pilar Torres Anguiano
Para los cínicos.
Diógenes decía que la sabiduría es para los hombres templanza, para los viejos consuelo, para los pobres riqueza y para los ricos ornato. Pensaba que los dioses habían dado a los humanos una vida fácil, pero solitos nos encargábamos de complicárnosla. Alguna vez alguien me dijo que todos tenemos dos vidas: la que vivimos y la que se obtiene de las historias que los demás cuentan de nosotros. De Diógenes se contaban muchas. Se dice que andaba descalzo, que se cubría únicamente con un manto y que vivía en un barril (sí, ya sé en quién están pensando… no lo voy a decir).
Se dice también que un día se estaba masturbando en la calle y cuando alguien le reclamó, Diógenes, siempre provocador e irreverente, respondió que ojalá también frotándose el estómago, se saciara el hambre de una manera tan fácil. Alguna vez le regalaron una lámpara de aceite, luego de pensar por varias horas qué hacer con ella decidió darle un uso: caminaba a plena luz del día con la lámpara en las manos diciendo que buscaba un hombre verdaderamente honrado, pero ni con la lámpara encendida podía encontrarlo.
Se dice también que alguna vez escupió en la cara de un hombre adinerado, alegando que no había encontrado otro lugar más sucio dónde hacerlo y que no quería ensuciar la calle. Dejaba bien claro que su desprecio por la sociedad y sus normas era profundo.
Ahora que lo pienso, Diógenes me suena ahora a uno de esos nombres que los hípsters les ponen a sus hijos (o a sus perrhijos). Hablando de tribus urbanas y generaciones contemporáneas, en Grecia antigua había una escuela de pensamiento cuyos representantes contaban con características similares a las que hoy en día se atribuye a los millennials: los cínicos.
La filosofía cínica ofrece una interpretación del pensamiento socrático, según el cual la felicidad corresponde a una vida simple y acorde con la naturaleza. Así, la persona con menos necesidades es al mismo tiempo la más libre y la más feliz. Los cínicos, como Diógenes, también eran conocidos por sus excentricidades, por su actitud desvergonzada y desapegada y por sus numerosas sátiras contra los distintos vicios de la sociedad.
Anaideia, adiaforía y parresía eran sus tres rasgos básicos.
Para la mitología griega, la anaideia es el daimon o personificación de la desvergüenza y la provocación. Era compañera de la vanidad y enemiga de la misericordia. Desde esta actitud, entre aires de superioridad, frescura y desinhibición, los cínicos enfocaban al mundo.
Por su parte, la adiaforía se refiere a una actitud de apatía o indiferencia ante las preocupaciones que se consideran mundanas. Las cuestiones relacionadas con este rasgo del carácter resultarán odiosas e incomprensibles para algunos, pero para los cínicos el desapego era condición esencial para vivir bien. En honor a la verdad, creo que hay que considerar la posibilidad de que es mentira que a los cínicos –y a los millenials– no les importe nada y que tal vez los demás nos preocupamos en demasiadas cosas en las que se va nuestra energía vital.
Por último, está la parresía o libertad de expresión: la más importante de todas. Literalmente, parresía significa decirlo todo, y se refiere a una manera de hablar con franqueza total.
Combinada con provocación y desapego (anaideia y adiaforía), la parresía involucra no solamente a libertad de expresión como derecho, sino también a la obligación moral de hablar con la verdad para el bien común –pésele a quien le pese– aunque eso signifique ponerse en peligro a uno mismo.
La parresía en su sentido original es lo contrario a la persuasión, es decir, excluye el uso del lenguaje como una simple herramienta para influir en los demás. Consiste simplemente en decir las cosas como son, como las pienso, como las estructuré en mi mente y como las quiero decir. Eso es libertad de expresión y está exenta de recursos retóricos, medias verdades y falsedades para confundir y ocultar a los demás. Representa el deber de todo ciudadano de cuestionar su entorno en búsqueda de la justicia y la verdad. Como en el caso de Diógenes, ejercer este derecho y obligación contra los poderes establecidos, implica también irreverencia, subversión y un riesgo que vale la pena correr.
Para Michel Foucault, la parresía es el nexo entre la ética y la política y distingue dos sentidos:
El primero consiste en decir todo lo que se tiene en mente, sin restricción, aunque la libertad absoluta haga que se pierda el sentido de la verdad y la mentira. Este sentido peyorativo lo encontramos, por ejemplo, en la República de Platón.
En un segundo caso, la libertad de expresión no es sólo decirlo todo, sino decir lo que es verdadero porque se sabe que es verdadero y merece ser conocido. Dicho en otros términos, para ejercer la parresía se requieren cualidades intelectuales para conocer la verdad, habilidad para transmitirla y autocrítica para saber hasta dónde llega la labor del que la comunica.
Debemos mantener en perspectiva que defender la libertad de expresión no implica estar de acuerdo con todo lo que dicen quienes la practican y que no existe para que los demás digan lo que queremos escuchar. Por el contrario, la libertad de expresión implica necesariamente la provocación, la burla y la sátira, pues todas ellas son instrumentos que posibilitan la diversidad de opiniones y la pluralidad de ideas.
Entre tanta corrección política mal entendida, me alegro que siga habiendo cínicos que nos ponen a prueba demostrándonos que, desprovistas de sus connotaciones actuales, la desvergüenza y el desapego no necesariamente son defectos, sino otra forma más simple de ver el mundo y que los Diógenes siguen siendo necesarios.
Va la última de Diógenes, el cínico: se dice que, en un viaje fue capturado y vendido como esclavo. Cuando su vendedor le preguntó qué era lo que sabía hacer, respondió: “Ejercer la libertad. Pregunta en la plaza si alguien quiere comprar un amo”.
@vasconceliana