La semana pasada afirmé –a santo de una queja encabezada por Excélsior por la falta de títulos y cédulas profesionales en el nuevo Congreso de la Unión– que importa saber gobernar, no tener un pergamino; que gobernar con equidad y generosidad no se aprende en ninguna institución de educación superior; que las universidades tienden a ser torres de marfil y sus egresados exquisitos apergaminados que saben cualquier cosa menos equidad y generosidad. Y me congratulaba de que casi la mitad de las y los legisladores federales no tengan título. Estas afirmaciones causaron reacciones a las que vale la pena dar seguimiento.
Por una parte, está la cuestión de la representatividad. ¿Somos los licenciados reflejo de la ciudadanía común? En el debate generado por Excélsior, si quitamos las opiniones que caen en el clasismo, ni siquiera los más duros críticos de la falta de pergaminos en el Congreso se atreven a sugerir que se establezca como requisito para ser electo cierto grado académico. De hecho, en un país adonde las y los titulados apenas serían el 1%, ese requisito de elegibilidad significaría privar de sus derechos electorales a la inmensa mayoría de la población. Algún corresponsal electrónico se manifestó sorprendido por tan bajo porcentaje. Aporto datos sobre mi afirmación.
Las cifras de la educación superior mexicana son de terror. Sabíamos, gracias a la campaña presidencial y a otros debates, que hoy día sólo se oferta espacio en las universidades a un tercio de la población que requiere ese tipo de educación. Hay tres tipos: básico (incluye niveles preescolar, primaria y secundaria), medio superior (nivel de bachillerato y los demás niveles equivalentes a éste) y superior (niveles de técnico superior universitario, licenciatura, especialidad, maestría y doctorado –incluyendo la educación normal). (Artículo 37 de la Ley General de Educación.)
En el documento Panorama de la Educación 2016 de la OCDE se reportó que 90% de los infantes de cuatro años estaban matriculados en nivel preescolar. La SEP federal es más pesimista y señaló que había cobertura para sólo 75% de las y los niños en ese nivel. (https://www.oecd.org/education/skills-beyond-school/EAG2016-Mexico.pdf, http://www.snie.sep.gob.mx/descargas/estadistica_e_indicadores/estadistica_e_indicadores_educativos_15MEX.pdf)
A nivel primaria, la SEP federal reportó coberturas de arriba del 100% entre 2016 y 2018, con una eficiencia terminal de 99%. Esto significa que, en nuestro país, aunque no todas las personas de las nuevas generaciones tendrán acceso al nivel preescolar, todas lo tendrán a nivel primaria y prácticamente todas terminarán ese nivel educativo. Para el nivel secundaria, se reportó un panorama similar en cobertura (98%) pero la eficiencia terminal está en 88% –lo que indica que una de cada diez personas que inicia la secundaria no la terminará. Como sea, el panorama educativo mexicano al llegar la persona alrededor de los quince años de edad no parecería malo. (El grado promedio de escolaridad es, precisamente, de 9 años.) El problema es que la SEP federal nos informa también que, en secundaria, pese a que la cobertura es casi total, la escolarización en la edad adecuada (12 a 14 años) es de sólo 85%. Es decir, pese a haber lugar para todos, entre una y dos personas de cada diez no acudirá in suo anno a tomar clases.
Las cosas se ponen peor en el tipo medio superior. La SEP reporta una cobertura de sólo 80% y una escolarización in suo anno de sólo 64%. Es decir, dos de cada diez no tienen espacio para estudiar bachillerato y cuatro de cada diez no estudia en tiempo este tipo de educación. Cualquier persona que estudie al menos un año de bachillerato estará por ese sólo hecho, arriba del promedio de escolaridad nacional. Más grave aún, sólo dos de cada tres de los inscritos en bachillerato terminarán sus estudios. En el tipo medio superior la eficiencia terminal se derrumba a sólo 66%.
De acuerdo con las cifras de la SEP federal, cada año egresan del tipo medio superior sólo 66% de quienes lo iniciaron. Pero si estas personas tratan de ingresar a una institución de educación superior (IES) se encontrarán con que la cobertura es de sólo 33%. Estos datos no incluyen niveles superiores a licenciatura (posgrados). Dos tercios de las personas aspirantes no tendrán un asiento para seguir estudiando. Si incluimos las modalidades no escolarizadas de educación superior las cosas no mejoran mucho, de 33% subimos a 38% de cobertura. Cabe recordar que cobertura en tipo de educación superior en los estados socios OCDE de México está arriba del 80%. En el documento de la SEP federal que sigo no se reporta eficiencia terminal para el tipo de educación superior. Es decir, la autoridad educativa federal no nos dice cómo le va a ese tercio de jóvenes que sí logran un asiento en una IES.
El embudo que nos muestran los datos de la SEP federal se ilustra en lo general al comparar el número de matriculados del ciclo escolar 2016-2017 por tipos de educación. En tipo básico había 3 millones 412 mil estudiantes. En tipo medio superior 642 mil estudiantes. En tipo superior (licenciatura), sólo 409 mil. Es decir, que en ese ciclo escolar, apenas 0.3% de la población total estaba en la universidad.
Por supuesto, ese ínfimo porcentaje de 0.3% nos muestra sólo al grupo etario (18 a 22 años de edad) que está matriculado en una IES en el año reportado. En el total de la población hay personas que ya cursaron educación superior… La OCDE nos reporta que en 2015, en el rango de 55-64 años de edad (los nacidos entre 1950 y 1959) sólo el 12% de las y los mexicanos cursaron educación de tipo superior. La cosa mejoró en las siguientes generaciones, pero no mucho. Entre las personas nacidas de 1980 a 1989, sólo 21% cursó educación superior. De acuerdo a las cifras que presenté antes, 33% de la generación nacida entre 1990 y 1999 tendría acceso a este tipo de educación. ¿Cuál era el promedio de éxito (obtener el grado de licenciatura) entre estas generaciones? ¿Cuál es el nivel de éxito hoy en día?
Los datos que he usado hasta ahora son de fuentes oficiales, públicas, la SEP federal y un organismo internacional creado por los estados parte (OCDE). Es interesante que en ninguno de los dos documentos se nos reporte la eficiencia terminal del tipo de educación superior. En el de la OCDE se plantea el tema a nivel de ilusión: “si se mantienen las tendencias actuales, se espera que el 25% de los jóvenes en México se gradúen de licenciatura o técnico superior universitario y obtengan un título en algún momento de su vida”.
Para contestar la cuestión pendiente encontré una fuente privada, Forbes. (https://www.forbes.com.mx/93-de-los-jovenes-en-mexico-no-termina-una-carrera/) De acuerdo a esta empresa, 93% de quienes cursan estudios universitarios no los terminan. Y, ¡atención!, terminar los estudios de este tipo de educación no significaría necesariamente la “titulación”. Apliquemos este dato a los ya expuestos. Si para los nacidos entre 1980 y 1989 sólo 21% accedieron a las IES, de ellos sólo 7% terminó sus estudios, tenemos que sólo 1.47% de esos estudiantes habrían terminado cursos. Para los nacidos entre 1990 y 1999, con una cobertura de 33%, terminaría estudios sólo 2.33%. De estos porcentajes hay que restar a quienes no obtienen el grado (licenciatura) por no terminar el trámite (pasar el examen general, escribir/presentar tesis, realizar servicio social, y un largo etcétera).
Resumiendo y generalizando, en el México del último medio siglo menos de un tercio de la población ha tenido acceso a una IES. Y de ellas y ellos, sólo un décimo ha terminado cursos. Por eso es que pretender que las y los legisladores tengan obligatoriamente título profesional es restrictivo de la representación democrática. El voto pasivo caería, probablemente, abajo de 10% de los electores.
Pero, ¿todo lo anterior justifica mi invectiva en contra de las universidades como torres de marfil y mi calificación de sus egresados exquisitos apergaminados? Un buen amigo, que pese a su severidad, parsimonia y títulos es todo menos un apergaminado, Juan Antonio Cruz Parcero, me reconvino: “terminas sosteniendo algo un tanto insensato… parece que la educación y la preparación nada aportan a una democracia. Si ello fuese así, ¿para qué luchar por más educación y por el acceso a la cultura y a los avances científicos?”. Es verdad. Desde esta última perspectiva, mi conclusión es un absurdo.
Y sin embargo, ante la retahíla clasista que cité la semana pasada, mi absurda conclusión no lo parece tanto. Cabría preguntarnos (toda la ciudadanía) y pedirle opiniones serias a las y los historiadores de la educación mexicana (que para ello tienen sus pergaminos), qué tanto el discurso clasista del estilo de Excélsior, Campeche en línea y Oswaldo Ríos no ha sido parte, causa y soporte de la indiferencia con que México ha abordado el tema del acceso a la educación superior.
Es impresionante que la cobertura escolar se desbarranque de 80% en tipo medio superior a 33% en tipo superior. Sospecho que en ello mucho influyeron e influyen opiniones corrientes entre nuestra élite criolla como “no todos tienen que ser abogados o médicos, el país necesita técnicos”… aunque difícilmente un miembro de esa élite aceptaría de buen grado que su hija o hijo terminase sus estudios como “técnico” (bachillerato). Debemos agregar la dimensión educativa al debate de la Cromatocracia mexicana. Si nuestra élite está “de buenas”, las voces que cito nos aclararán que “en países desarrollados los técnicos ganan mejor que los profesionistas” –un argumento que pretende “comprar” la buena voluntad del 66% de excluidos de las IES diciéndoles que de todas maneras podrían ganar muy bien siendo sólo bachilleres. La semana pasada, mi absurdo slogan final (que es slogan y por lo mismo no hay modo que no sea absurdo en algún nivel) pretende oponerse y romper ese clasismo, que también es cromatocrático y por lo mismo, racista.
Con todo, me hago cargo de la contraindicación que Cruz Parcero me señaló: mi slogan no debe interpretarse en clave anti-intelectual. La República necesita, y mucho, el conocimiento y la experticia de sus universitarios. Y necesita cada vez más universitarios. Pero, más que eliminar el slogan, lo que hay que hacer es volver a la materialidad de los problemas y preguntarnos seriamente “¿cómo debemos resolver este problema, cómo hay que abordar aquella problemática?” En ese nivel, la educación y la preparación (que no los pergaminos) ganarán la partida cada vez y cada vez más. Defender de cualquier modo el pergamino es hacerle el juego a la vieja tradición hispánica de preguntar primero el título y asumir que detrás del mismo hay conocimiento.
En este sentido, me quedo con una práctica sentencia del más cascarrabias de mis profesores en la Facultad de Derecho de la UNAM en los 1980’s, Ernesto Gutiérrez y González: “A veces es mejor un abogado sin título que un título sin abogado”. Por supuesto, si tuviésemos pergamino con conocimiento y si ese conocimiento, aparte, fuese crítico y comprometido (engagé, como se decía hace medio siglo), la cosa pintaría mucho mejor. Necesitamos que las y los ciudadanos, todas y todos, con-pergamino uno y sin-pergamino los otros nueve, se involucren en la política. Que todas las personas se comprometan y en el compromiso demuestren sus conocimientos.