“Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”
Sor Juana Inés de la Cruz.
Ya es temporada de chiles en nogada y nosotros los tragones no podríamos estar más felices. Como suele pasar en esta tierra, existen distintas historias sobre su origen (el de los chiles, no el de los tragones). La más conocida asegura que este mexicanísimo platillo se debe a las monjas Agustinas del convento de Santa Mónica en Puebla, quienes reinventaron la receta de chiles poblanos en salsa de nuez –que ya se preparaba desde antes en Puebla– para presentarla con los colores del Ejército Trigarante, que pasaría por la ciudad con motivo de la firma de los Tratados de Córdoba.
Así se celebraría la recién lograda Independencia del Imperio Mexicano y también al comandante general, coronel Agustín de Iturbide, en el día de su santo (cabe mencionar que tal santo era Agustín de Hipona, que también era el patrono de las monjas).
Los estudiosos de la cocina mexicana –entre los que evidentemente no me encuentro– señalan que este platillo surge de la mezcla de distintas recetas familiares enriquecido con experimentación, técnicas y tradición oral. No hay certeza absoluta al respecto, pero tengo la convicción de que, gracias a las cosas que sabemos por la leyenda, los chiles nos saben más buenos.
No es coincidencia que los términos saber y sabor tengan el mismo origen: la palabra latina sapere. Y es que, si nos fijamos bien, son actos análogos. En México saboreamos historias, no solo comida; y nada nos sabe si no viene acompañado de leyendas y de mitos. Así también conocemos la esencia de las cosas. La misma Sor Juana Inés de la Cruz, aseguraba que si Aristóteles hubiera aprendido a cocinar, habría hecho más filosofía. Nadie mejor que ella para afirmarlo.
En el acto de cocinar se aprenden la creatividad, la paciencia, la disciplina y el rigor, al mismo tiempo que la virtud de integrar los elementos para lograr un producto. Ese es también el gran reto del pensamiento: integrar en la sabiduría lo que la mente separa para el análisis.
Agustín de Hipona es de los filósofos más inquietos y autocríticos que uno puede encontrarse. Él mismo confiesa que, en su juventud, seguía abiertamente los impulsos y pasiones concupiscibles que se le presentaban. Esa inquietud también la manifiesta en lo que respecta a la búsqueda de la verdad, a la que persiguió incesantemente.
Influido por pensadores como Platón, Cicerón y Plotino, Agustín separa el mundo de Dios –eterno, perfecto e inmutable– del de los hombres, que es material, efímero y corruptible. En su búsqueda conoce también al maniqueísmo, según el cual el bien y el mal son coprincipios de la realidad, presentes en todas las cosas y enfrentados constantemente, por lo cual, cada día es una batalla que debe librarse. En ocasiones vence el bien y en otras el mal.
Como de todo gran personaje, también de Agustín se cuentan historias y leyendas:
Se decía que cierto día caminaba por la playa, dando vueltas en su cabeza atormentada, porque intentaba entender el misterio de Dios. Al alzar la vista se encontró con un niño que jugaba con una cubeta. El niño corría hacia el mar para llenar de agua la cubeta y regresaba a vaciar el contenido en el hoyo que había cavado en la arena. El filósofo, lleno de curiosidad, le preguntó qué estaba haciendo y el niño le respondió que sacaba toda el agua del mar para ponerla en ese agujero. Agustín le dijo al niño que estaba intentando algo imposible, solo para comprender inmediatamente que aquello era un símil con su propia situación. Así era la fe para él. Un ejercicio que supera la razón, pero que, al mismo tiempo, no puede darse sin esta.
Me gusta Agustín porque su fe no es ciega. Es incompleta, imperfecta, humana y a veces errática. ¿La de ustedes no? Se anticipa a Descartes al sostener que la mente, mientras duda, es consciente de sí misma. Así, como la percepción del mundo exterior puede conducir al error, el camino hacia la certeza es un proceso de introspección, en el que el alma se encuentra con las verdades eternas y –tal vez– con el mismo Dios que, según descubrirá, se encuentra en lo más íntimo de cada persona.
Así se cocinan sus ideas, a fuego lento y probando. Por ello pienso que tal vez habría estado de acuerdo con Sor Juana en lo que respecta a la cocina. Lo que sucede en la cocina es una metáfora de lo que sucede en la mente cuando se estructura un sistema, una idea, una propuesta filosófica. Por cierto, para la fe cristiana, Agustín es el patrono de los que buscan a Dios. Me encanta la idea.
Como los relatos y leyendas, la cocina puede también ser un espejo del acto de filosofar.
Volviendo a las cosas mundanas y a los placeres sensibles, creo que los interesados en el tema (tanto los estudiosos como los tragones), podríamos abrir mesas de debate y análisis, convocar a seminarios permanentes de investigación, para discutir si los chiles en nogada deben o no ser capeados.
Yo estaría dispuesta a preparar un artículo científico, con citas APA y toda la cosa, para fundamentar mi postura: Los chiles en nogada no van capeados. Pero es una cuestión casi tan profunda como aquella de si las quesadillas llevan o no queso. El caso es que, siendo fieles a la leyenda, para nosotros los devotos (tanto del santo filósofo, como de la comida mexicana) es de precepto y solemnidad comer chiles en nogada el día de San Agustín… y por supuesto, así lo hice.
@vasconceliana
Me encantó tu escrito.