La decepción es un sentir común, nos aquejan muchas cosas y nos quejamos de todas ellas como si en la queja en sí encontráramos solución a todo. Pero ¿qué es lo que realmente nos decepciona? Algunos dirán que la situación del país, otros que las malas decisiones y uno que otro que sus malas compañías. Lo que es un hecho es que la sociedad está decepcionada, como ya lo apuntó el gran Gilles Lipovetsky.
Hoy día, todos nos consideramos poseedores de la verdad, basta darse un tiempo en las redes sociales y se hace evidente el poderío con el que las personas se dicen y juzgan desde su propia concepción de la realidad, se autoproclaman autoridad cuando lo único que hacen es dar reenviar a lo que alguien más pronunció, poseedores de la “verdad” según quién sabe quién, pero que se la apropian al grado de perder los estribos emocionales y soltar la palabra como una lengua endemoniada.
Es esta la comunicación actual para muchos, y lo más grave es que resulta la fuente de información. No es de extrañar que en una sociedad insuficientemente analizada haya tanta decepción siendo esta una experiencia universal.
Sartre decía que el hombre no es lo que es y es lo que no es, el ser humano es un ser que espera y, por lo mismo, acaba conociendo la decepción. Deseo y decepción van juntos y pocas veces se salva la distancia que hay entre la espera y lo real, entre el principio de placer y el de realidad. Y aunque la decepción forma parte de la condición humana, es preciso observar que la civilización en la que vivimos, individualista y democrática, le ha dado un peso y un relieve excepcional. Los filósofos pesimistas como Shopenhauer y Cioran niegan la posibilidad de la felicidad, ya que deseo y existencia sólo pueden conducir a una decepción infinita. La frustración, la vida malograda, las ilusiones pérdidas, los sinsabores de la existencia, hoy recorren las vías de las opiniones que van y vienen y se instalan como verdades.
¿Será acaso que la idea de igualdad de condiciones transformó la ambición en sentimiento universal e insaciable y al ver tan lejana tal empresa, entonces, nos sentimos en igualdad de pronunciamiento disfrazado de libertad de expresión? Pues es un hecho que los individuos cada vez se sienten más heridos por las desigualdades más nimias y la pantalla viene a ser este sitio democrático en donde no hay desigualdad. Al buscar la felicidad cada vez más lejos, al exigir siempre más, el individuo queda indefenso ante las amarguras del presente y ante los sueños incumplidos, como dice Tocqueville: “Continuamente se conciben y frustran esperanzas que dejan tras de sí una impresión de cansancio y desencanto” ¿Les hace sentido?
Nos peleamos entre nosotros, se vive en una sociedad polarizada entre los que tienen esperanza y los que la perdieron, por todas partes están reapareciendo los extremos y se fortalecen entre los despojados, incluso en ciertos sectores de clase media, con la sensación de desclasamiento social, de fragilización del nivel de vida de una forma nueva de marginación. La lógica del “mejor todavía” como dice Lipovetsky ha sido sustituida por la desorientación, el miedo, la decepción del “cada vez menos”. Promesas del progreso incumplidas, tranquilidad y paz utópicas, son todas estas las situaciones que nos han llevado a vivir en esta pelea absurda que enaltece la idiotez.
¿Por qué no reconocer lo que nos está pasando? Reconocer que tenemos miedo, que vemos vulnerada nuestra sobrevivencia y que ante esto, están de más las ideas preconcebidas que tan sólo reproducimos sin juicio o filtro alguno, dando por hecho que de ahí pende nuestro futuro. Vivimos tiempos de penuria y las divisiones oscurecen más el contexto y tan sólo benefician a esos cuantos que mueven los hilos del tejido social. Démonos cuenta del gran engaño neoliberal del que somos víctimas, “la gran paradoja de la igualdad”, creer que somos iguales y podemos aspirar a lo mismo cuando en la acción de buscar la igualdad existe en sí, el acto de crecer la desigualdad. La democracia liberal es estructuralmente inseparable de la decepción, como dice Clau de Lefort, por la indeterminación de la misma democracia, es decir, de un poder que no pertenece a nadie, de un poder que es objeto de una competencia cuyo resultado depende de elecciones. Hay pues institucionalmente ganadores y perdedores con la consiguiente decepción de estos últimos y el campo de los ganadores no está a salvo de los mañanas que desencantan. Es esta la realidad más asequible, por lo tanto, seguir en esta lucha constante por pretender estar en lo “correcto” es absurdo e innecesario para quienes realmente buscamos el bien común, para quienes tan sólo buscan saciar su narcisismo ya se encuentran en el paraíso de la desinformación, promoviendo y enalteciendo la idiotez humana.
@Hadacosquillas