El ‘dictator’. Autora: Pilar Torres Anguiano

Quid me alta silencia cogis rumpere?
(¿Por qué me obligas a romper mi profundo silencio?).
Virgilio. Eneida

No sé ustedes, pero yo, no pocas veces he escuchado a gente de distintas ideas políticas, opinar que lo que el país necesita es una mano dura, capaz de arreglar las cosas. No sé cuáles me conflictúan más: estos últimos o los que dicen que no hay que quejarse porque el cambio está en uno.

El pasado 29 de enero se publicó el Índice de Percepción de la Corrupción 2018, que mide aspectos como libertad de expresión, acceso a la justicia, integridad de los servidores públicos, transparencia y rendición de cuentas. México obtuvo 29 de 100 puntos, perdió tres lugares con respecto al año anterior y se ubica en el sitio 138 de 180 países, en empate con Honduras, Paraguay, Rusia y Laos. Es además el país peor evaluado del G20 y de toda la OCDE. El índice nos muestra lo que ya sabíamos: la corrupción en México está en todos lados, lo ha desgarrado.  

El todo es más que la suma de sus partes, pero cuando una de esas partes del todo es separada con violencia, deshaciendo su unión, el todo se rompe. Romper es hacer pedazos una cosa, es formar una hendidura profunda. Es estropear, destrozar, e interrumpir la continuidad natural de algo. Es deshacer y desbaratar. Y es que, cuando algo se rompe, no vuelve a quedar igual.

Rumpere es un verbo latino que significa romper o desgarrar. Como se habrán dado cuenta, es el origen etimológico del término corromper.

El dictator era, en Roma antigua, la autoridad suprema nombrada, por necesidad, en los momentos difíciles. Se le otorgaba el derecho de gobernar con poderes absolutos de manera temporal, por el bien de la República, cuando esta se consideraba rota. Cicerón afirma que, en un principio, la figura del dictator fue creada para poner orden a la situación entre patricios y plebeyos y restaurar las cosas. Con el paso del tiempo, las atribuciones del dictator se ampliaron, todo con la aparente intención de salvar a la república de la ruina, la corrupción o las intervenciones y restaurar la paz.

El objetivo de toda restauración es volver los pasos, regresar sobre el daño causado por los agentes externos e internos y recuperar el estado sin que se pierda su esencia original. Regresarle el valor que tenía como consecuencia de la ruptura. Paradójicamente, la restauración sí es un retroceso, pero uno necesario (cuando menos en las obras de arte). Implica examinar cuidadosamente, documentar los daños y debe cumplir el objetivo de preservar y conservar la obra, aunque a veces, los malos restauradores acaban corrompiéndola más.

El dictator por excelencia es Julio César. Al regreso de su destierro, ostentó ese cargo con el objetivo de restaurar la paz y la prosperidad en Roma, donde la corrupción había llegado prácticamente a todas las esferas.

Durante su gobierno, la República era próspera y César contaba con el apoyo del pueblo. Pero se hizo nombrar cónsul y dictador vitalicio, ocasionando la furia del senado, y de los hombres más poderosos de Roma, quienes conspiraron para asesinarlo. Con su muerte estalló la guerra civil, el fin de la República y el inicio del Imperio. 

Aunque prácticamente todos los gobernantes se han empeñado en imitarle, solo hay un Julio César. La historia no se repite, pero es un referente claro del que debemos aprender. Ni siquiera el César con sus más nobles intenciones –si es que las tuvo alguna vez– era infalible.

Imponer la propia forma de pensar a los demás, es una tentación en la que frecuentemente caemos, porque, de alguna manera, todo discurso es un discurso de poder, como diría Michel Foucault. De lo anterior, a cortar la cabeza de todo aquello que no se adecúe a mis esquemas, hay sólo un paso; uno muy común. Esta falacia se conoce como lecho de Procusto y su origen, como el de tantas cosas, está en los relatos griegos.

Procusto era dueño de una posada ubicada en las colinas, en donde ofrecía posada a los viajeros. A los huéspedes que recibía los acostaba en una cama de hierro y mientras dormían, los ataba a las cuatro esquinas de la cama. Si la persona era alta y su cuerpo era mayor que la cama, les cortaba las partes del cuerpo que sobresalían, ya fueran los pies, manos o cabeza. En cambio, si la víctima era más pequeña que la cama, estiraba sus extremidades hasta separarlas del cuerpo y lograr que coincidieran con los bordes. El punto es que nadie coincidía con el tamaño del lecho y por eso forzaba las cosas hasta hacerlas coincidir.

La falacia de Procusto es el error de deformar los datos de la realidad porque se pretende que sea la realidad la que se adapte a las ideas y no viceversa. Si juntamos esta falacia con la autocracia, el resultado no es bueno, aunque la intención sea acabar con la omnipresente corrupción. Por otro lado, dicen que la única forma de no equivocarse es no hacer nada. Así, Julio César y Procusto son al mismo tiempo historia, mitología y literatura que siguen alimentando el imaginario político de nuestros tiempos.

Vaya dilema moral al que se enfrenta quien debe optar entre cortar de tajo –corriendo el riesgo de ser un nuevo dictator en el sentido originario del término– con tal de acabar con la raíz del problema; o dejarse llevar por la vorágine y formar parte del fenómeno que tiene al país en estas condiciones, como lo han hecho sus antecesores. No me atrevo a lanzar la primera piedra.

@vasconceliana

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